jueves, 4 de abril de 2019

Texto Mandrílico Abril 2019




GOLOSINAS AGRIDULCES


¿Quién me iba a decir a mí que acabaría siendo kiosquero? Cada vez que lo pienso me río y lloro al mismo tiempo. Con razón decía la canción: “La vida te da sorpresas”. Lo malo es que la mía fue un sorpresón de los de aúpa. Estoy seguro de que si la muerte de Magda no me hubiera pillado en paro no estaría aquí repartiendo frutos secos, tabaco, bolsas y envoltorios de productos cuyo horizonte se llama caries. Lo pasé muy mal cuando me quedé viudo. Si no hubiera sido por el ofrecimiento de mi suegra después de jubilarse, no sé qué habría sido de nosotros. Supongo que el alcohol y la cocaína se habrían adueñado de mi vida. Por contacto con ellos no sería.

A pesar de todo, una de las cosas que he aprendido a hacer con detenimiento es observar. Ni por asomo pensé que esto habitaba dentro de mi cabeza. Lo hago siempre que me lo permite el jolgorio de los pequeños del pueblo delante de mi caseta. Hace tiempo que me convencí de que, después de los maestros de la escuela, debo ser el que mejor conoce a varias de las generaciones de este sitio. Y eso que yo no soy de aquí, que llegué de rebote cuando Magda y yo nos conocimos estudiando en Cáceres. Los mismos que hace unos años venían a atiborrarse de kikos, patatas fritas, peta zetas, palotes y chicles, ahora me piden papel de fumar con su respectivo paquete de Fortuna o la marca que sea. También están los retoños de mis vecinos que no paran de hacerme la pelota para que les dé un caramelo o chuchería de más. Algunos también son los del papelillo, pero confían en mí porque saben que no soy ningún chivato, para eso ya están sus ojos. En verano, tiempo que estamos sufriendo ahora, se forma el corrillo de los desvergonzados. Lo llamo así porque, tanto los forasteros como los del pueblo, se apilan delante del kiosko contándose, faltándose y declarándose como si yo no existiera. Luego, para mi pesar, están los amigos y amigas de Mónica que hace ni se sabe que no se acercan, pero me miran con una cara mezcla de odio y asco cada vez que pasan delante de mis narices, ya sea en solitario o en pandilla. “Mírale, ahí está el tío más gilipollas del pueblo. Se las da de hacer feliz a los niños, pero no quiere saber nada de su propia hija”, me han espetado bien alto en más de una ocasión.

El hecho de que Mónica se enamorara del niñato aquel que vino de Castellón a pasar las vacaciones con el hijo de nuestra vecina Angelines no tendría que haber sido un problema. Sobre todo, cuando los padres de Magda desconfiaron de mí de igual modo que yo de él. Otra cosa fue que no atendiera a mis consejos de padre viudo, pero vivido, y se marchara con él después de las fiestas. Luego volvió como volvió, embarazada y con una mano delante y otra atrás. Se veía venir nada más mirar al hijo de puta aquel. No me tenía que haber comportado como lo hice. De nada sirvieron los clásicos “Ya te avisé” y “Nunca me escuchas”. Bueno, sí que sirvieron para algo, para que acabáramos discutiendo e insultándonos como dos desconocidos y que ella se largara con el dinero que le dio su abuela, la misma que me cedió el kiosko. No hay día que no piense en mi hija. ¿Tendré un nieto o una nieta? ¿Dónde vivirá? ¿Nos perdonaremos algún día? ¿Se habrá casado o será madre soltera? ¿En qué trabajará? Interrogante tras pregunta que solo se escapan de la mollera cuando mis clientes llaman mi atención.

  —Buenas tardes. Señor. Me da una bolsa de Triskis, otra de pipas de calabaza, una de gominolas variadas y cuatro chicles de fresa de cinco céntimos.

  —Aquí tienes, guapa. Es un euro con veinte.

  —Vaya, solo tengo un euro. Dejo aquí los chicles y ahora vengo que le voy a pedir a mi madre.

  —¿Y quién es tu madre, guapa? Porque yo no te he visto nunca por aquí.

  —Es aquella mujer que está hablando con ese grupo que está ahí en frente riéndose. Ahora vuelvo.

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