GOLOSINAS AGRIDULCES
¿Quién me iba a decir a mí que
acabaría siendo kiosquero? Cada vez que lo pienso me río y lloro al mismo
tiempo. Con razón decía la canción: “La vida te da sorpresas”. Lo malo es que
la mía fue un sorpresón de los de aúpa. Estoy seguro de que si la muerte de
Magda no me hubiera pillado en paro no estaría aquí repartiendo frutos secos,
tabaco, bolsas y envoltorios de productos cuyo horizonte se llama caries. Lo
pasé muy mal cuando me quedé viudo. Si no hubiera sido por el ofrecimiento de
mi suegra después de jubilarse, no sé qué habría sido de nosotros. Supongo que
el alcohol y la cocaína se habrían adueñado de mi vida. Por contacto con ellos
no sería.
A pesar de todo, una de las cosas que
he aprendido a hacer con detenimiento es observar. Ni por asomo pensé que esto
habitaba dentro de mi cabeza. Lo hago siempre que me lo permite el jolgorio de
los pequeños del pueblo delante de mi caseta. Hace tiempo que me convencí de
que, después de los maestros de la escuela, debo ser el que mejor conoce a
varias de las generaciones de este sitio. Y eso que yo no soy de aquí, que
llegué de rebote cuando Magda y yo nos conocimos estudiando en Cáceres. Los
mismos que hace unos años venían a atiborrarse de kikos, patatas fritas, peta
zetas, palotes y chicles, ahora me piden papel de fumar con su respectivo
paquete de Fortuna o la marca que sea. También están los retoños de mis vecinos
que no paran de hacerme la
pelota para que les dé un caramelo o chuchería de más. Algunos también son los
del papelillo, pero confían en mí porque saben que no soy ningún chivato, para
eso ya están sus ojos. En verano, tiempo que estamos sufriendo ahora, se forma
el corrillo de los desvergonzados. Lo llamo así porque, tanto los forasteros
como los del pueblo, se apilan delante del kiosko contándose, faltándose y
declarándose como si yo no existiera. Luego, para mi pesar, están los amigos y
amigas de Mónica que hace ni se sabe que no se acercan, pero me miran con una cara
mezcla de odio y asco cada vez que pasan delante de mis narices, ya sea en
solitario o en pandilla. “Mírale, ahí está el tío más gilipollas del pueblo. Se
las da de hacer feliz a los niños, pero no quiere saber nada de su propia
hija”, me han espetado bien alto en más de una ocasión.
El hecho de que Mónica se enamorara
del niñato aquel que vino de Castellón a pasar las vacaciones con el hijo de
nuestra vecina Angelines no tendría que haber sido un problema. Sobre todo,
cuando los padres de Magda desconfiaron de mí de igual modo que yo de él. Otra
cosa fue que no atendiera a mis consejos de padre viudo, pero vivido, y se marchara
con él después de las fiestas. Luego volvió como volvió, embarazada y con una
mano delante y otra atrás. Se veía venir nada más mirar al hijo de puta aquel.
No me tenía que haber comportado como lo hice. De nada sirvieron los clásicos
“Ya te avisé” y “Nunca me escuchas”. Bueno, sí que sirvieron para algo, para
que acabáramos discutiendo e insultándonos como dos desconocidos y que ella se
largara con el dinero que le dio su abuela, la misma que me cedió el kiosko. No
hay día que no piense en mi hija. ¿Tendré un nieto o una nieta? ¿Dónde vivirá?
¿Nos perdonaremos algún día? ¿Se habrá casado o será madre soltera? ¿En qué
trabajará? Interrogante tras pregunta que solo se escapan de la mollera cuando
mis clientes llaman mi atención.
—Buenas tardes. Señor. Me da una bolsa de Triskis, otra de pipas de
calabaza, una de gominolas variadas y cuatro chicles de fresa de cinco
céntimos.
—Aquí tienes, guapa. Es un euro con veinte.
—Vaya, solo tengo un euro. Dejo aquí los chicles y ahora vengo que le
voy a pedir a mi madre.
—¿Y quién es tu madre, guapa? Porque yo no te he visto nunca por aquí.
—Es aquella mujer que está hablando con ese grupo que está ahí en frente
riéndose. Ahora vuelvo.
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