domingo, 25 de octubre de 2020

Texto Mandrílico Octubre 2020

 

GALOPADA

 

No sé cómo caí en el agujero más profundo de mi vida, y si lo sé no quiero recordarlo. Lo que sí sé es que al principio era todo muy divertido, sobre todo esa sensación sin igual con nada de lo anterior. La relajación, la ausencia de dolor, hambre y sed, todo era flotar en una nube con los problemas poblando el horizonte. Una vez que ponía los pies en la tierra aquellas preocupaciones, dilemas y trabas daban vueltas a mi alrededor como si de un grupo de niñas y niños jugando al corro se tratara. Yo rompía ese corro corre que te corre, cada vez más lejos de mí mismo, cada vez más cerca de mi adicción. Así terminó mi galopada, creyendo superar mis obstáculos sin salir de aquel barrio donde entregué unos meses de mi vendida existencia haciendo de vigía en los puestos de venta al menudeo por tres o cuatro papelinas al día. Tampoco duré mucho, demasiados candidatos para esos cargos.

Lo de robar ya lo había hecho otras veces, tirones de bolso incluidos. Aquello empezó como un pasatiempo donde siempre obtenía recompensa, lo que ignoraba era que ese juego nada tenía que ver con los infantiles. El hecho de que salieran bien los palos en el almacén de frutas de mi vecino de toda la vida, después en la casa de mi propia tía y el de la carnicería, donde llegué a agenciarme el cuchillo que con el que pretendía escapar de mis propios asaltantes, me dio una falsa seguridad para seguir adelante con mi medio de financiación. Luego aparecieron los compinches con sus broncas, traiciones, amenazas y palizas. Cuando estás hecho un despojo humano te da lo mismo ocho que cuarenta, solo piensas en esa gota que recorre la plata atravesando todo tu ser como pura gloria asesina.

Los que me rodeaban fueron desapareciendo; unos por el bicho, otros en el talego y uno en especial, el Juanillo, mi colega de andanzas de aquel tiempo, arrastrado durante cien metros debajo del camión que se lo llevó por delante cuando intentaba cruzar la mediana que da acceso al poblado que se había convertido en el castillo en ruinas de nuestras vidas. Me desahogué de su pérdida dándome un homenaje después de arrebatarle el bolso a una vieja en la calle Fuentecilla partiéndole la cadera en dos. Lo sé porque apareció en el periódico con el que me limpié el culo en uno de los nidos de yonquis que visitaba. Todo bien puesto en la primera página de sucesos con aquel titular grandilocuente sobre el problema de la droga en nuestros barrios. Yo me limpié el culo igualmente.

Para mí era una farmacia más, un local más, un tirón más, una amenaza con una navaja en el cuello más, solo que esa vez fui tan pringao que me olvidé de que el tiempo pasaba mientras yo me había estancado en mi propio mundo. Las cámaras grabaron mi inconfundible físico demacrado y andrajoso. Así llegó, como era de esperar, la cárcel con sus propios trapicheos, las dosis cincuenta veces más cara, las somantas de palos por no pagar a tiempo, las pilladas por parte de los boquis y todo ese mundo que la gente de fuera ni conoce, ni les interesa conocer. Ellos escuchan la palabra prisión y creen que ya está todo solucionado. Nada más lejos de la realidad. Es en ese hotel de habitaciones con vista a patios y galerías donde aparecen los verdaderos problemas que te arrastran, semana a semana, a la celda más oscura de un túnel sin luz al final. Al igual de saber cómo empezó, tampoco sé cómo terminé con todo esto, ni me interesa. Puede que fuera aquel plan de desintoxicación al que me apunté por salvar el pellejo estando en otro módulo lo más alejado posible de mis perseguidores. Lo que sé es que fue apartarme de ellos y encontrarme de frente con este mal que habita dentro de mí del que no se conoce cura.

Una vez fuera, la primera vez que entré en la farmacia para que me dieran los retrovirales ni siquiera recordaba que aquel lugar fue la gota que colmó mi vaso de agua contaminada de sangre, atracos y mentiras con posos de dientes roídos, todo bien removido con una cuchara ennegrecida por la llama de miles de mecheros. Hace mucho tiempo que no sé qué significa vivir; antes por estar enganchado al caballo, ahora porque este virus cabalga pateándome las entrañas sin saber cuándo será mi último día.


No hay comentarios:

Publicar un comentario