GALOPADA
No sé cómo caí en el agujero más profundo de mi vida, y si lo
sé no quiero recordarlo. Lo que sí sé es que al principio era todo muy
divertido, sobre todo esa sensación sin igual con nada de lo anterior. La
relajación, la ausencia de dolor, hambre y sed, todo era flotar en una nube con
los problemas poblando el horizonte. Una vez que ponía los pies en la tierra
aquellas preocupaciones, dilemas y trabas daban vueltas a mi alrededor como si
de un grupo de niñas y niños jugando al corro se tratara. Yo rompía ese corro
corre que te corre, cada vez más lejos de mí mismo, cada vez más cerca de mi
adicción. Así terminó mi galopada, creyendo superar mis obstáculos sin
salir de aquel barrio donde entregué unos meses de mi vendida existencia haciendo
de vigía en los puestos de venta al menudeo por tres o cuatro papelinas al día.
Tampoco duré mucho, demasiados candidatos para esos cargos.
Lo de robar ya lo había hecho otras veces, tirones de bolso
incluidos. Aquello empezó como un pasatiempo donde siempre obtenía recompensa,
lo que ignoraba era que ese juego nada tenía que ver con los infantiles. El
hecho de que salieran bien los palos en el almacén de frutas de mi vecino de
toda la vida, después en la casa de mi propia tía y el de la carnicería, donde
llegué a agenciarme el cuchillo que con el que pretendía escapar de mis propios
asaltantes, me dio una falsa seguridad para seguir adelante con mi medio de
financiación. Luego aparecieron los compinches con sus broncas, traiciones, amenazas
y palizas. Cuando estás hecho un despojo humano te da lo mismo ocho que
cuarenta, solo piensas en esa gota que recorre la plata atravesando todo tu ser
como pura gloria asesina.
Los que me rodeaban fueron desapareciendo; unos por el bicho,
otros en el talego y uno en especial, el Juanillo, mi colega de andanzas de
aquel tiempo, arrastrado durante cien metros debajo del camión que se lo llevó
por delante cuando intentaba cruzar la mediana que da acceso al poblado que se
había convertido en el castillo en ruinas de nuestras vidas. Me desahogué de su
pérdida dándome un homenaje después de arrebatarle el bolso a una vieja en la
calle Fuentecilla partiéndole la cadera en dos. Lo sé porque apareció en el
periódico con el que me limpié el culo en uno de los nidos de yonquis que
visitaba. Todo bien puesto en la primera página de sucesos con aquel titular
grandilocuente sobre el problema de la droga en nuestros barrios. Yo me limpié
el culo igualmente.
Para mí era una farmacia más, un local más, un tirón más, una
amenaza con una navaja en el cuello más, solo que esa vez fui tan pringao que
me olvidé de que el tiempo pasaba mientras yo me había estancado en mi propio
mundo. Las cámaras grabaron mi inconfundible físico demacrado y andrajoso. Así
llegó, como era de esperar, la cárcel con sus propios trapicheos, las dosis
cincuenta veces más cara, las somantas de palos por no pagar a tiempo, las
pilladas por parte de los boquis y todo ese mundo que la gente de fuera ni
conoce, ni les interesa conocer. Ellos escuchan la palabra prisión y creen que
ya está todo solucionado. Nada más lejos de la realidad. Es en ese hotel de
habitaciones con vista a patios y galerías donde aparecen los verdaderos
problemas que te arrastran, semana a semana, a la celda más oscura de un túnel
sin luz al final. Al igual de saber cómo empezó, tampoco sé cómo terminé con
todo esto, ni me interesa. Puede que fuera aquel plan de desintoxicación al que
me apunté por salvar el pellejo estando en otro módulo lo más alejado posible
de mis perseguidores. Lo que sé es que fue apartarme de ellos y encontrarme de
frente con este mal que habita dentro de mí del que no se conoce cura.
Una vez fuera, la primera vez que entré en la farmacia para
que me dieran los retrovirales ni siquiera recordaba que aquel lugar fue la
gota que colmó mi vaso de agua contaminada de sangre, atracos y mentiras con
posos de dientes roídos, todo bien removido con una cuchara ennegrecida por la
llama de miles de mecheros. Hace mucho tiempo que no sé qué significa vivir;
antes por estar enganchado al caballo, ahora porque este virus cabalga pateándome
las entrañas sin saber cuándo será mi último día.
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