Cuando tienes delante de ti a cincuenta mil almas saltando,
gritando, bailando, sudando, bebiendo, drogándose y, por encima de todo, con
los brazos en alto izándote hasta el Olimpo del delirio, en esos precisos
minutos, eres el dios del Mambo, del Rock, del Dance y de toda la música que
aún está por llegar. Lo mejor de este asunto es que te paguen por ello. Recibes
una remuneración anterior a tu ascenso celestial y otra posterior, siempre que
se haya llevado a cabo la actuación e independientemente del resultado de la
misma. Entonces ya no eres sólo un dios o un rey. Te conviertes, de manera
fulminante, en el propio Olimpo o trono. Tienes acceso a todos los lujos,
miserias, peticiones, derroches y extravagancias, propias y ajenas.
Para esa gira había conseguido tal status que, allegados,
técnicos, camellos, periodistas a sueldo y demás miembros de mi corte musical, viajábamos en un jet privado rodeados de ostentación y exuberancia. Europa hacía ya unos años que se quedó demasiado pequeña. Este era el momento de atacar la
mina en bruto que representa el mercado asiático. Serían cuatro fechas por las
que llegaría a cobrar más que en todas las realizadas en el viejo continente.
Tel-Aviv, Delhi, Singapur y, cerrando nuestro periplo, Tokio.
Viviendo enclaustrado voluntariamente en este mundo de
fantasía, coloreada por la química, te sientes a salvo de cualquier cosa que
suceda fuera de él. El misil no distinguió entre mi jet privado, un avión de
combate o uno comercial. Aquellas milicias poseídas por el radicalismo
religioso no diferencian, ni quieren diferenciar, entre soldados, viajeros o
fanáticos de lo irreal, como yo. Una vez que el piloto consiguió aterrizar de
manera brusca fuera del territorio de aquellos señores de la guerra, los únicos
supervivientes de mi palacio alado fuimos dos de las azafatas de a bordo, el
comandante de la nave, uno de mis traficantes privados y yo.
Abrí los ojos diez días después del accidente en la cama de
este hospital, en mi ciudad natal, Nápoles. La respuesta a cómo llegué hasta
aquí consistió en un peregrinaje euroasiático que poco tenía que ver con el que
se iba a convertir en primer tour por el continente más extenso del Globo. Ya
han pasado tres años de esto. Esta cama se ha convertido en mi espalda, el
personal de enfermaría en mis técnicos de sonido y luces, los doctores en mis
mánagers y los ATS en mis nuevos dealers de estupefacientes legales. Entre
todos me dicen que debo tener esperanza. ¿Esperanza en qué?
Una vez has sido Zeus y Apolo jamás deseas volver a ser
mortal. Ni siquiera la opción del mismísimo Agamenón es suficiente para
conformarse. Ya no existe otra salida que despedirme de todos y de todo: de la
gente cercana, de aquella a la que dejé de importar porque, en realidad, sólo
le interesó mi pomposidad, de la adrenalina del escenario, del calor de los
focos y, sobre todo, de estas cuatro paredes de color y sonidos metálicos que
ocupan todas las horas de mis cinco sentidos. Antes todos mis deseos se
cumplían al instante. Ahora mi último anhelo se alarga en el tiempo. Me
comentaron que la ley iba a cambiar, esa fue mi única esperanza, pero todo
sigue igual. Salí esta mañana en el coche de mi mejor amigo desde Nápoles dirección a Zúrich. He
invertido todo lo que me quedaba en esta última actuación. Cuando me suba al
escenario me despediré poco apoco, pero sonriente. No habrá más de nada. Otros
ocuparán, ya lo han hecho, mi lugar pues el show siempre debe continuar. Yo
nunca pude superar que el mío se convirtiera en una caja de cerillas que se han
ido consumiendo una por una durante treinta y seis meses. Estos párrafos son
los que deberán aglutinarse en mis últimas pistas de grabación. ¡Hasta que la
muerte nos vuelva a unir en su eterna actuación! Mientras tanto: ¡Enjoy life!
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