martes, 21 de marzo de 2017

Texto Mandrílico Marzo 2017



Cuando tienes delante de ti a cincuenta mil almas saltando, gritando, bailando, sudando, bebiendo, drogándose y, por encima de todo, con los brazos en alto izándote hasta el Olimpo del delirio, en esos precisos minutos, eres el dios del Mambo, del Rock, del Dance y de toda la música que aún está por llegar. Lo mejor de este asunto es que te paguen por ello. Recibes una remuneración anterior a tu ascenso celestial y otra posterior, siempre que se haya llevado a cabo la actuación e independientemente del resultado de la misma. Entonces ya no eres sólo un dios o un rey. Te conviertes, de manera fulminante, en el propio Olimpo o trono. Tienes acceso a todos los lujos, miserias, peticiones, derroches y extravagancias, propias y ajenas.

Para esa gira había conseguido tal status que, allegados, técnicos, camellos, periodistas a sueldo y demás miembros de mi corte musical, viajábamos en un jet privado rodeados de ostentación y exuberancia. Europa hacía ya unos años que se quedó demasiado pequeña. Este era el momento de atacar la mina en bruto que representa el mercado asiático. Serían cuatro fechas por las que llegaría a cobrar más que en todas las realizadas en el viejo continente. Tel-Aviv, Delhi, Singapur y, cerrando nuestro periplo, Tokio.

Viviendo enclaustrado voluntariamente en este mundo de fantasía, coloreada por la química, te sientes a salvo de cualquier cosa que suceda fuera de él. El misil no distinguió entre mi jet privado, un avión de combate o uno comercial. Aquellas milicias poseídas por el radicalismo religioso no diferencian, ni quieren diferenciar, entre soldados, viajeros o fanáticos de lo irreal, como yo. Una vez que el piloto consiguió aterrizar de manera brusca fuera del territorio de aquellos señores de la guerra, los únicos supervivientes de mi palacio alado fuimos dos de las azafatas de a bordo, el comandante de la nave, uno de mis traficantes privados y yo.

Abrí los ojos diez días después del accidente en la cama de este hospital, en mi ciudad natal, Nápoles. La respuesta a cómo llegué hasta aquí consistió en un peregrinaje euroasiático que poco tenía que ver con el que se iba a convertir en primer tour por el continente más extenso del Globo. Ya han pasado tres años de esto. Esta cama se ha convertido en mi espalda, el personal de enfermaría en mis técnicos de sonido y luces, los doctores en mis mánagers y los ATS en mis nuevos dealers de estupefacientes legales. Entre todos me dicen que debo tener esperanza. ¿Esperanza en qué?


Una vez has sido Zeus y Apolo jamás deseas volver a ser mortal. Ni siquiera la opción del mismísimo Agamenón es suficiente para conformarse. Ya no existe otra salida que despedirme de todos y de todo: de la gente cercana, de aquella a la que dejé de importar porque, en realidad, sólo le interesó mi pomposidad, de la adrenalina del escenario, del calor de los focos y, sobre todo, de estas cuatro paredes de color y sonidos metálicos que ocupan todas las horas de mis cinco sentidos. Antes todos mis deseos se cumplían al instante. Ahora mi último anhelo se alarga en el tiempo. Me comentaron que la ley iba a cambiar, esa fue mi única esperanza, pero todo sigue igual. Salí esta mañana en el coche de mi mejor amigo desde Nápoles dirección a Zúrich. He invertido todo lo que me quedaba en esta última actuación. Cuando me suba al escenario me despediré poco apoco, pero sonriente. No habrá más de nada. Otros ocuparán, ya lo han hecho, mi lugar pues el show siempre debe continuar. Yo nunca pude superar que el mío se convirtiera en una caja de cerillas que se han ido consumiendo una por una durante treinta y seis meses. Estos párrafos son los que deberán aglutinarse en mis últimas pistas de grabación. ¡Hasta que la muerte nos vuelva a unir en su eterna actuación! Mientras tanto: ¡Enjoy life!

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