Nunca creí en la existencia del día
después sin embargo os puedo asegurar que ha llegado hoy. Supongo que para
muchos todo permanecerá igual, es más, seguro que se atreven a decir que ese
todo ha ido a mejor. Siento no poder compartir la misma sensación.
A pesar de que los edificios siguen
en su sitio, las personas que me cruzo cada mañana al ir a trabajar son las
mismas que jornadas anteriores y mis amigos, al igual que mi pareja, me siguen
queriendo, a pesar de esta aparente similitud ya nada será lo mismo. Ya se
encargan de recordármelo los gritos eufóricos de los vencedores, sus alaridos
rebosantes de odio y desprecio y sus miradas frías y negras como el abismo que
desean para nosotros.
No, nada es igual. Los pobres ahora
tienen categorías, unos son de dentro y otros de fuera. Las ideas se quedan en
un aterrador singular, prohibido ser y pensar diferente. Nos pondrán
distinciones que hablan de un final
cercano. Nuestras pertenencias serán entregadas en breve a sus fervientes
seguidores mientras la noticia de reunión llegará por sirenas urbanas de
identificación.
Qué fácil sería pensar que esto es un
sueño, mejor aún, una pesadilla. No anhelo un pellizco para despertar sino esa
luz manida del final del túnel. Necesito saber que no estamos ante la famosa piedra
de los tropiezos, esa inmóvil escusa que pone a cero nuestra memoria. Mi
ansiedad se acrecienta con el palpitar de la frase de Comés en mis sienes: “Ser
diferente es siempre símbolo de rechazo”.
Sí, todo ha cambiado. Hoy tenemos un
nuevo amanecer, un amanecer dorado que derretirá su corona de precioso metal
sobre nuestras cabezas.
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