Desde el momento en que me cambiaron de lugar la idea de que me iban a
matar me empezó a machacar el cerebro. Todo dio un vuelco en mi mente cuando me encontré en la habitación frente
a papá. Los empujones y la asfixia desaparecieron durante un momento. El hombre
del pelo negro me ordenó levantar las manos. Al principio me negué. Pero viendo
que me iba a atar a la vieja tubería de plomo que cada invierno solía explotar
con las heladas, a su segunda orden accedí como un verdadero esclavo. Aquella
era una oportunidad única para buscar un momento de relajación de esos dos
hombres y tirar con todas mis fuerzas de la cuerda para liberarme y después
hacer lo propio con mi padre.
Mi atisbo de esperanza no duró mucho más de quince minutos. El mestizo
era más inteligente de lo que pensaba. Al intentar abrir uno de los pequeños
respiraderos de la sala para que saliera el fuerte olor a barniz, le calló una
gota de agua en la coronilla. Se palpó la cabeza y miró hacia arriba. Acto
seguido se dio media vuelta y vino directo a mí como un rayo. Cortó la cuerda
de un golpe con aquella impresionante navaja que llevaba entre el cuerpo y el
cinturón. Me empecé a sentir bastante mareado. Creo que perdí el control y
medio me desmayé. Todo en mi cabeza era como una película vista con cámara
rápida. El tirando de mí, el penetrante barniz, yo perdiendo de vista la figura
de papá, las escaleras y al final, el cuarto de estar que se me hizo como el
triple en tamaño. Me volvió a atar a las patas del diván con un nudo que
demostraba su experiencia en esos menesteres. Tenía que permanecer totalmente
inmóvil si no quería ahorcarme yo mismo. Empecé a sentir un fuerte dolor en el
pecho que acabó en un tremendo ataque de tos. Ante eso pareció compadecerse de
mí y me colocó un cojín bajo la cabeza. No es que creyera de veras que se había
apiadado, mas bien pensé que lo hacía para que no despertase a nadie de la
cabaña de al lado con mis ruidos. Lo peor comenzó justo cuando apagó la luz al
salir.
La angustia subía por momentos. Vi cómo se dirigía de nuevo a la
habitación. Sus pisadas bajando las escaleras retumbaban en mis oídos como mil
cañones. Pude escuchar cómo ordenaba a su compinche que acabara con la vida de
mi padre. No podía hacer absolutamente nada. La cuerda me apretaba el cuello
mientras la tos me hacía respirar cada vez con más dificultad. El rubio se negó
a obedecer recibiendo como regalo un par de insultos que ponían en duda su
virilidad. Algo cambió al darse cuenta de que papá había conseguido desatarse.
Se escucharon voces aún más altas. Una discusión a tres. Mi cabeza explotaría
de un momento a otro si no ocurría algo rápido. Y así fue. De pronto el acto
que esperaba solucionara todos mis males se hizo realidad. Pero una realidad de
ningún modo deseada. Cuando conseguí comprender las palabras insultantes del
rubio hacia el de piel morena, me di cuenta de que aquel tiro había acabado con
la vida de mi padre.
Todo se volvió de un blanco
intenso. Ya no había olor a barniz, ni angustia, ni sala de estar enorme, ni
desván. ni cuerda que me asfixiara. No sé dónde me encuentro en estos
instantes. No hay absolutamente nada, ni
siquiera sé si sigo vivo o muerto.
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