DESAYUNO
Mientras recorro Alaska a lomos de mi dromedario, cruzo la
sabana donde los elefantes me observan con cautela, los monos aulladores me
insultan desde las ramas altas de los baobabs y, como un misil, un tucán me
lanza la nuez que lleva en el pico para luego posarse en el acantilado de la
cascada de Shar. Nada afecta a mi empeño por alcanzar la Plaza Real
barcelonesa, donde he quedado con mi amigo Felipe para comernos unas migas. Aparco
mi montura a la entrada de una tienda de discos de la calle Toledo para luego
atravesar su puerta hasta encontrarme ante un mostrador regentado por mi vecina
del cuarto. La saludo amablemente, pero ella no me reconoce. Es más, se siente
intimidada por mi presencia, más bien por mi aspecto desaliñado de aborigen. Pega
un brinco y corre a la trastienda pidiendo ayuda ante lo que ella entiende que
es un inminente atraco. Los vinilos se precipitan sobre mi cabeza. Tengo que
esquivar los CDs a manotazos en tanto que las camisetas se enrollan en mi
cuerpo con la intención de momificarme. Una vez inmovilizado, aparece un gran
toro que, de una embestida, me lanza fuera del local. Vuelo hasta posarme en
medio del teatro romano de Mérida, donde están rodando Yo, Claudio. Sin
previo aviso, el director me ordena servirle unos champiñones al emperador.
Jamás había visto a alguien engullir algo con tanto deleite. Al cabo de unos
minutos, este comienza a sufrir estertores al tiempo que echa espuma por la
boca. Tiro la bandeja y huyo a toda prisa, pero una horda de mongoles me
persigue por todo el paseo de Cánovas. En mi carrera, interrumpo la misa
oficiada por el obispo en la catedral de Plasencia, y los fieles se unen a mis
perseguidores en su caza. Cuando están a punto de atraparme, salto sobre la
grupa de mi cabalgadura y nos escabullimos adentrándonos en el desierto del
Kalahari. Muerto de hambre y sed, agotado por tanto sobresalto, llego a una
terraza de la Alameda de Hércules, donde me aguarda un plato con restos de cocido al lado de mi amigo Felipe. Enfurecido,
pienso que ha sido él quien se ha zampado mi merienda. Como si de un títere se
tratara, le agarro por el cuello y le zarandeo hasta que vomita unas sopas de
tomate sobre mi pecho. Entonces, la ira, aliada con su hermana rabia, termina
por apoderarse de todo mi ser. Fuera de mí, le grito: «¡¡Con lo que he
pasado para llegar hasta esta puñetera isla, y resulta que te has comido todas
las gambas y te has bebido todo el ron!!». Justo en el instante en que lo voy a
lanzar por el barranco de Bulnes, el sonido estridente del despertador me arroja
a la realidad de un lunes lluvioso de noviembre. Me apetece un buen desayuno.
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