DERRUMBAMIENTO
Una infancia de estricta educación y férrea disciplina le
impulsó a una adolescencia sumida en el ostracismo que trajo consigo una
juventud solitaria y una madurez favorecida por el aislamiento. Es lo que suele
ocurrir cuando te esculpen en cuerpo y alma con el cincel del orden. A pesar de
todo, conoció el amor en un ser igual de flagelado por las reglas y la
estrictez, pero nunca llegaron a formar una familia. El azar, la vida o lo que
quiera que fuera no les concedió el don de perpetuar sus genes debido a que, de
tanto organizar los momentos sexuales, la rutina contrajo matrimonio con el
sagrado mandamiento de hacer todo de la manera reglamentada, sin salirse ni un
milímetro de la raya. Y claro está, esos posibles instantes de sexo, siempre
guiados por la espontaneidad y el dejarse llevar, eran el mayor de los pecados
que los conduciría a cien por hora al Infierno del descontrol y el caos. El
tiempo, el único que realmente pone a cada cual y a cada cosa en su sitio, se
encargó de arrebatarle ese mismo amor a manos de un infarto con el que su amada
nunca había contado, cediéndole una soledad que solo interrumpe con mañanas de
limpieza, tardes de paseos y recuerdos y noches de insomnio regado por la
angustia de saber si esto o aquello o tal vez lo otro está ubicado en el sitio
correcto.
En esas estaba cuando, sentado en el mismo banco del mismo
parque a la misma hora en la que los paseantes no son los mismos de hace una
hora ni los niños juegan a lo mismo de ayer ni los perros se persiguen como
antes de ayer ni los pájaros cantan como la semana pasada, apareció él
clavándole sus dos ojos verdes. Esa tarde ni caso, llegado el momento, se
levantó, recorrió el mismo camino de vuelta, solo alterado por el cambio de los
muñequitos de los semáforos, abrió la puerta con la llave amante de una
cerradura que bien podrían ser los objetos más caros de cualquier tienda de
antigüedades y entró en casa con la inquietud de no llegar a tiempo para
hacerse la cena a la hora indicada. Otro día, otra semana y otro mes recibiendo
la visita del parque, siempre a la misma hora y sin comunicación alguna, tan
solo esos ojos verdes que iban arañándole minutos hasta conseguir algo impropio
en él, irse a dormir sin cenar. Así hasta que, hipnotizado por la puntualidad y
la insistencia del visitante, no tuvo más remedio que invitarle a casa.
Desde esa fecha, los objetos del escritorio desaparecen sin
razón aparente; algunos jarrones, vasos o adornos han pasado a mejor vida
sumidos en el estruendo que hace añicos el silencio de décadas de estricta
organización; los calcetines salen de juerga agarrados de la mano de los
calzoncillos; los trapos de cocina igual quedan para almorzar con las camisas
que pasan días y días con las chaquetas o los pantalones; no hablemos ya de los
zapatos, inmersos en el desenfreno de haber conocido la infidelidad del roce en
grupo o de parejas con las que, en la vida, hubieran pensado que pudieran
congeniar. Entre esto y aquello, llevan ya cinco años juntos, un lustro de
sorpresas, juegos, intimidad, confesiones, desahogo y, sobre todo, de amistad
donde el orden que tanto apretó el cinturón de su existencia hasta clavarle la
hebilla del sinvivir se desvanece más y más al compartir unas sábanas y mantas
en las que el sueño mezcla sus ronquidos con su ronroneo. Sentimientos que no
cambiaría por el mayor de los órdenes mundiales.
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