LA CONTRARIA
Hay dos cosas en la vida que no puedo remediar, la primera,
llevar la contraria a los demás, incluso estando de acuerdo con lo que me
dicen, la segunda, analizar y ver las recciones de esas mismas personas a las
que les llevo la contraria. Ya lo hacía de pequeña sin saber muy bien por qué,
algo que me acarreó más de un problema con mis padres y hermanos. Más tarde,
inconscientemente o no, era mi forma de actuar con amigos y parejas, que
acabaron por salir pitando, sobre todo las segundas, tachándome de insoportable.
Así que cuando dije en casa que quería dedicarme a la psicología se sintieron,
por un lado, aliviados de que eligiera algo que, en cierta manera, llevaba
ejerciendo sin reglas desde mi infancia y, por otro, decepcionados porque no es
una carrera con demasiadas salidas laborales. Disfruté mucho durante los años
de universidad por aquello de estar estudiando algo que, verdaderamente, me
apasionaba, pero conocí la cruda realidad laboral una vez dejé atrás esa etapa.
El hecho de vivir en un lugar grande con puerto, sumado a las
conexiones de una de mis primas, me llevó a acabar trabajando en una empresa de
limpieza encargada de dejar impolutos los camarotes de algunos de los cruceros
que atracan en la ciudad. Ya me avisaron de que sería duro, sobre todo por los
horarios y por el trato que iba a recibir, no precisamente de la mayoría de mis
compañeras de trabajo, sino por parte de la dirección de los barcos y de
algunos de sus clientes. Pasados los descalabros y las impertinencias del
primer año, sin quererlo ni beberlo, comencé a comportarme como siempre lo
había hecho, pero esta vez lo hice aplicando lo aprendido en todos esos años de
aulas y exámenes. Comprendí que se puede llegar a realizar un estudio
exhaustivo de los distintos tipos de personas y sus problemas psicológicos solo
con el hecho de ver cómo abandonan las habitaciones del crucero.
Veréis, en una escala del uno al cinco, en lo relativo al
respeto, la higiene y la buena educación, tendríamos en el nivel uno a aquellos
que dejan el camarote lo más ordenado y limpio posible. Esos que logran que te
sobre alguno de los cinco minutos que tienes para limpiarlo, sin contar con
hacer la cama y recoger las sábanas usadas. No se les tiene en cuenta alguna
toalla mal doblada o algún objeto fuera de su lugar habitual, pues siempre que
damos con alguien así nos alegra la jornada. Estos son los conocidos como: “Los
ordenados”, porque, seguro, que son una especie de organizadores compulsivos
que, hasta fuera de casa, tienen que ver las cosas en la posición que su mente
les exige. En el siguiente nivel, el dos, pongo a los que ya van dejando alguna
toalla sin recoger, de esas que se ponen en el suelo para salir de la ducha,
cuando no otra toalla encima de cualquier mueble o de la cama, y alguna botella
del minibar en un lugar bien distinto a la papelera. Estos serían: “Los
despistados”, porque, quiero entender, que no lo hacen con malicia, más bien
porque tienen poco tiempo para reaccionar y dejarlo todo en su sitio antes de
salir pitando del barco. Tampoco les tenemos muy en cuenta, nos dan trabajo,
pero no demasiado. Subiendo de nivel, llegamos al tres, donde nos topamos con
los típicos que ensucian el suelo con los restos de los envases del minibar,
que se llevan los botecitos de gel y champú que nunca van a utilizar porque ya
tienen de sobra y los acabarán tirando en el sitio menos pensado, o que rebosan
las papeleras con envases adquiridos en cualquier mini tienda de la ciudad,
cuando no del embalaje de recuerdos y demás objetos. No es que sean demasiado toca
narices, pero ya, como decía la canción, nos empieza a picar. Ah, se me
olvidaba, estos son: “Los bienquedas”, porque intentan hacerlo lo mejor
posible. Después, una vez que salen la habitación, sienten ciertos
remordimientos, pero, como por arte de magia, ese mismo pesar se diluye en la
seguridad de las cuatro paredes que les han asignado y vuelven a las andadas.
Punto y parte son los niveles que me quedan por exponer. En
el cuatro aparecen aquellos que dejan en el lugar que menos te puedes imaginar
los preservativos, añadido a algún salvaslip si la función ha sido hetero, de
una, supuesta, noche de desenfreno. Eso cuando se usa, cuando no, la huella
puede aparecer en cualquier sitio. El baño desordenado como una cuadra; el mini
bar vacío y su contenido desparramado por cualquier rincón; algún vómito fuera
de la taza del váter consecuencia de otro posible desenfreno de alcohol y
sustancias de acompañamiento; pisadas de recuerdo por todos lados unidas a unas
toallas que van a tardar en verlas desparecer y una cama tan desordenada y
tintada de a saber qué, que parece más el tresillo de un basurero que lo que,
en verdad, es. Estos no pueden ser otros que: “Los guarreras”, y sus recuerdos
nos sientan como una patada en el coño, además de lograr que nos sobren apenas
unos segundos del dichoso y comprimido tiempo que tenemos para limpiar sus
putas mierdas. Y cuando ya crees que no puede haber nada que les supere,
alcanzamos el nivel cinco de lo impresentable. A todo lo del nivel anterior, le
puedes sumar restos de orina y mierda, sí, joder, mierda pura y dura, en los
sitios más insospechados, pintadas en las paredes, muebles rotos, camas en
lugares donde no les corresponden y objetos y material usado en ciertas
prácticas, tanto sexuales como de consumo de todo tipo de estupefacientes, que
crecen como las malas hierbas por no haber sido plantadas por nadie. Y, aun
así, me quedo corta porque, una vez que te convences de que alguno de ellos ha
batido el récord de suciedad y falta de saber estar, te topas, puede que hasta
el mismo día, con otro u otros que, como los atletas, superan el registro
anterior. “Los medallitas”, así es como les llamo, porque se merecen eso, una
medalla de estiércol y mugre a la mala educación. Sobra decir que, por su buen
hacer y estar, nos solemos llevar unas broncas del copón cuando no dejamos la
habitación reluciente en el tiempo estipulado, algo inviable en esas
circunstancias, como es normal. Y como toda regla tiene su excepción, en este
caso se trata de un ranking, la mía la encuentra en el cliente que, una vez
dentro del camarote, se queja con ímpetu y frenesí de que aquello no está lo
suficientemente limpio y ordenado o por la falta de alguno de los objetos que
le resultan imprescindibles. Hay que reconocer que los hay que hacen esto con
educación y entendimiento, pero también están los que se creen dueños de hasta
el esmalte de la bañera y montan unos pollos durante sus llamadas a recepción
que acaban repercutiendo en nuestras espaldas ya de por sí doloridas. Estos
son, lo tengo comprobado y más que comprobado, los mismos que alcanzan los
niveles superiores de mi estudio y, ya antes de colgarse el galardón asignado,
les defino como: “Los come mierdas”, porque, como bien decía mi abuela: “No hay
guarro que no sea limpio”.
Este trabajo, el mismo que nunca pensé que fuera el mejor
para el desarrollo de mi carrera, me permite continuar ganando seguidores en
este, tu canal preferido de psicología diariamente aplicada. Nos vemos la
próxima semana. No olvidéis que tenéis una cita con: “Las habitaciones de la
psicóloga, una profesional sin diván”.
Dedicado a todo el personal encargado de la limpieza de
cualquier tipo de alojamiento, en especial a “Las Kellys”.
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