SIN CALZONCILLOS
Pedro se excitaba con el simple hecho de esperarle. Esa media
hora que tardaba Rafa en llegar a su casa se le hacía interminable. Cuando
sonaba el timbre, la erección producida por aquel ding-dong conseguía que
entrara en un estado dividido entre la vergüenza y la sinceridad. Disfrutaba
viendo la sonrisa de su visita con tan solo abrir la puerta. Tan pronto como
esta se cerraba tras ellos, llegaba la pregunta protocolaria acerca de si
quería tomar algo; respondida, unas veces, de forma sexualmente directa y,
otras, con la solicitud protocolaria de un vaso de agua. Pasado el trámite, sus
bocas se encontraban como si no hubieran besado en siglos, sus brazos se
aferraban al cuerpo del otro hasta que sus manos se convertían en un candado
que buscaba el cierre bajando y subiendo por sus respectivas espaldas. Como en
ocasiones anteriores, repetían este ritual con la ropa aún puesta en la entrada
del piso, paraban unos segundos, se contemplaban expresándose el feliz deseo de
volver a verse y continuaban sintiendo sus lenguas entrelazadas.
Una vez en la habitación, se iban desnudando mutuamente; a Pedro
le encendía observarle sin camiseta, a su amante que la boca de aquel se posara
en sus pezones por primera vez en tiempo. De pronto, Rafa le apartaba la cabeza
y le volvía a besar bruscamente a la vez que le metía la mano en el pantalón
para atraparle el miembro hasta agitarlo con fuerza. Esa era la señal que ambos
esperaban antes de deshacerse de todo lo textil que llevaran encima. Tirados en
la cama, regresaban las caricias, los besos, los cambios de posición, las
paradas mirándose a los ojos sonriendo y la búsqueda simultánea de sus cuellos.
La excitación conseguía que Pedro comenzara a bajar, lentamente, hasta volver a
encontrarse con esos pezones que tanto deseaba morder y que tanto hacían gemir
a su dueño. De aquí pasaba a la barriga, regodeándose en el ombligo, hasta alcanzar
el miembro que su boca tanto ansiaba. Sentía las manos de Rafa empujando su
cabeza mientras sus labios subían y bajaban por aquel pene tan erecto como el
suyo. Cuando la presión parecía desaparecer de su nuca, avanzaba, poco a poco,
sentado encima de aquel cuerpo y, agitado por la última de sus hormonas, conseguía
que la boca del otro tomase el mismo protagonismo que tuvo la suya minutos
atrás. Sin dejar de pellizcarle y manosearle las tetas, miraba por momentos a
los ojos de Rafa y al techo hasta que sus oídos se inundaban con la petición deseada
por los dos.
Al igual que de frente, Pedro repetía el mismo ritual de
espaldas recorriendo la columna de su invitado con la lengua hasta morder
suavemente sus nalgas sintiendo cómo él levantaba el culo solicitando aquello
que la pasión requería. Despacio, él le penetraba hasta notar todo su miembro
en el interior del otro. Rafa, solo con sentirlo entero dentro, gemía más
fuerte que nunca exigiendo más y más. Paraban para cambiar de postura o para
buscar otro espacio de la casa hasta percatarse de la proximidad del orgasmo.
Entonces, todo se aceleraba, respiración, frases sueltas, presión en la cadera,
gotas de sudor. El placer que diariamente buscaban de manera individual se
multiplicaba por cien en aquella fusión de jadeos, manos que cambiaban donde
asirse, cuellos que se tensaban y piernas que temblaban.
Al oír el despertador, se percató de la humedad que
impregnaba las sábanas. Esa maldita costumbre de dormir sin calzoncillos
volvería a ser la causa de las sonrisitas de su madre. Pasado el trámite,
volvía a jurarse y perjurarse por enésima vez que no pasaría una mañana más sin
decirle a Rafa lo mucho que le gustaba.
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