RECETA DE VERANO
Durante el verano, los habitantes de la cocina se
revolucionan los días que participan en una de las recetas más exquisitas de
esta época del año. Mientras la aceitera, la vinagrera y el salero muestran
total indiferencia por ser un plato más donde añadir sus imprescindibles
contenidos, el cuchillo sonríe metálicamente, la tabla de cocina parece
agrandarse, el cubo de residuos orgánicos no para de moverse de un lado a otro,
la túrmix presume más que nunca, el trapo se queja de volver a ser objeto de
limpieza, la botella de agua fría se inquieta en el frigorífico y el vaso
espera en todo su resplandor.
Con todos los ingredientes fuera de la nevera, la tabla de
cocina se coloca al lado de la túrmix con el cuchillo pegado a ambas y el cubo
de residuos orgánicos justo debajo de los tres gritando, como siempre: “¡¡Aquí,
aquí!!”, para hacerse notar. Todo comienza con esa especie de desfile de moda a
lo largo y ancho de la pasarela de la encimera por parte de la aceitera en
primer lugar que, una vez liberado su brillante líquido en el interior de la túrmix,
se aleja diciendo: «¡Ahí queda
eso! ¡Y cuidado con los resbalones!». A continuación, la vinagrera hace lo propio dejando
ver su consabido carácter
que altera,
como en anteriores ocasiones, a los demás residentes al despedirse con: «No sé
a qué viene tanto alboroto por parte de esta pandilla de memos». Pero el enfado se pasa rápido cuando entra en acción el salero con ese arte y ese manejo que
tiene al andar regodeándose entre «Olés» y «¡¡Guapo, guapo, guapo!!», hasta verter
su tesoro blanco en la siempre sonriente túrmix.
Terminado el desfile, el altivo, orgulloso y
soberbio cuchillo empieza a moverse con rapidez logrando que los demás se alejen
a su paso a la vez que brama con fuerza una y otra vez: «¡¡Apartaos, apartaos, si
no queréis conocer las consecuencias de mi filo!!». El cubo de residuos orgánicos
enmudece y la tabla de cocina se echa a temblar, sabedores uno de su deber de
recoger los restos de los sacrificados sin rechistar y la otra de sumar nuevas
cicatrices a su ya sajada piel. La primera víctima que el cuchillo arroja al
interior de la alegre túrmix es el ajo, le siguen los tomates, el pimiento
verde y su primo el rojo, la zanahoria, el pepino y, en último lugar, el pan
duro. El silenciado cubo de residuos orgánicos engulle sin oponerse las
peladuras de unos y otras para luego regresar debajo del fregadero refunfuñando
a voces: «¡Qué poca consideración tiene esta gentuza! Si no fuera por mí, esta
cocina sería un estercolero». Con el cuchillo fuera de escena, la tabla de
cocina siente las delicadas caricias del trapo que siempre la reconfortan y
dejan reluciente hasta no poder evitar agasajarle con un: «Te quiero, siempre
te querré»; a lo que aquel, ya colgado de su gancho en la pared, le responde:
«¡Eso se lo dices a todos!».
La túrmix intenta ocultar su inminente excitación,
pero es incapaz de parar de mover su cable y clavija, como si del rabo de un
perro se tratara, y desborda su nerviosismo cuando la nevera se vuelve a abrir
para engullir los restos de los ingredientes y dar salida a la botella de agua
fría que, al son de: “La botella está fresquíbiris, fresquíbiris”, se va
vaciando hasta alcanzar el borde de la batidora. La expectación sube como la
espuma cuando esta se ajusta su bombín, asciende a su pedestal y se enchufa a
la pared. Henchida, a sabiendas de que ella es la protagonista principal de la
receta, se toma su tiempo antes de soltar su siempre cargante discurso que,
como otras tantas veces, termina con: «Y una vez dicho esto, espero que todo
salga bien y sea del agrado de ustedes», que recibe, como otras tantas veces,
la misma respuesta por parte de los demás: «¡Venga ya, castaña, que eres una castaña
pilonga! ¡Qué no tenemos todo el día!». Entonces, ella presiona su botón y sus
aspas comienzan a dar vueltas y vueltas mezclando, revolviendo y agitando sus
entrañas entre gritos de: «¡Oe, oe, oe, oe…Oe, oe!», y: «¡Esa túrmix, cómo
mola, se merece una ola!», hasta detenerse totalmente mareada, para variar. Una
vez asentada, se deshace de su bombín y vierte su caudal anaranjadamente rojo hasta
abarrotar el reluciente vaso. Este se eleva lentamente por el aire ante la expectación de todos los demás mientras
vocifera su consabido: «¡Allá voooyyy!!».
—Mamá, yo
podría sobrevivir todo el verano solo a base de gazpacho—le dice Dieguín a su madre entre trago y trago.
—Lo sé,
hijo, pero después tienes que comerte la ensalada de pasta, porque no solo de
gazpacho vive el hombre —contesta ella
llenándole el plato de macarrones.
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