sábado, 18 de diciembre de 2021

Texto Mandrílico Diciembre 2021

 

INSISTENCIA

 

«No insistas, por favor, porque, mientras más insistas… peor», le decía Amaya con el corazón encogido a su pequeño Hugo cada vez que pasaban por delante del escaparate de la papelería. Cómo le hubiese gustado regalarle el juego de ceras y las acuarelas que relucían a través del cristal. Cuando salían a dar una vuelta, el niño se emperraba en pasar por la calle del establecimiento. Entonces, la mujer tiraba de su brazo en sentido contrario. El crío se ponía a llorar y a protestar a voces y ella soportaba la mayor de las vergüenzas ante las miradas inquisitivas de la gente que se detenía a contemplarlos. No es que no quisiera comprarle aquellos objetos que tanto deseaba su hijo, es que ser madre soltera en aquella pequeña ciudad no era algo que estuviese muy bien visto. Lo que cobraba limpiando casas y peinando a domicilio no le daba para caprichos que no fueran del tipo culinario o de indumentaria, unos en forma de alguna tarta en los cumpleaños y otros en la de unos zapatos o pantalones nuevos, también por los cumpleaños. Pero Hugo siempre quería pintar y se deleitaba dibujando con su lápiz y sus primos de colores todo lo que le venía a la cabeza. Luego le mostraba sus trabajos a su madre y esta sentía orgullo y pena a partes iguales.

Con el paso del tiempo, el niño del que todos se burlaban en clase por no conocer a su padre, se dio cuenta de que no necesitaba demasiado para dibujar; con el boli de cuatro colores que su madre le había regalado para empezar el instituto y su lapicero del dos tenía más que suficiente. Mientras los demás mal atendían a los profesores, él rellenaba las hojas de sus cuadernos con representaciones de diablos, indios y sus caballos, vampiresas, animales reales y fantásticos, soldados, aviones y árboles, siempre muchos árboles. El día que dos de los malotes de la clase le robaron una de esas libretas para reírse de él, a la vez que otros dos le sujetaban con fuerza, pensó que era el último de su vida. Uno de sus ladrones se hizo el gallito rompiendo varias hojas delante de las risas de los demás, pero aquel muchacho también escondía un secreto que no se atrevía a contar. Así fue cómo, una mañana que sus compinches andaban en otros asuntos, Jaime abordó al rarito en medio del recreo para decirle que le gustaban mucho sus dibujos. El adolescente del boli de cuatro colores que ya esperaba, como mínimo, un empujón de su supuesto compañero de clase, no supo entonces si aquello era un vacile o un alago. En ese momento, tan solo con que no le agrediera era más que suficiente. De esta forma, y ayudado por la publicidad de su admirador secreto, Hugo se hizo famoso en medio instituto; hasta ganaba unas monedillas dibujando pollas gordas en cuerpos de hombretones musculosos, tiarronas tetonas, unicornios, el perro de alguno, el gato, las palomas o el canario de otro o el retrato de algún familiar que le trajesen en foto. Ahora bien, si había dinero, había impuesto que pagar a los chungos para que siguieran dejándole en paz. Casi al final del curso, aquel que se quedó con su cuaderno no pudo esconder más su secreto y, en una de esas que se acercó al pintor a boli más famosos del lugar con la intención de cobrarle la parte correspondiente de las ganancias del día, le confesó que a él le gustaba mucho escribir aventuras y que le encantaría que intentara dibujar alguna de ellas. Por segunda vez en ese curso, Jaime le dio una sorpresa al proponerle que, en aquella ocasión, él no le cobraba, poniendo ese dinero de su bolsillo, siempre y cuando, una vez finalizadas las clases, quedaran a escondidas para ver qué podían sacar de aquello.

Fue el primer verano y la primera colaboración de muchas que vinieron en los años que compartieron profesión y éxito. Llegaron a vender miles de ejemplares de todo lo que publicaban y sus fans se contaban por igual cantidad alrededor del mundo. Ambos reían en las entrevistas que concedían cuando alguien se interesaba por la razón de que, constantemente, hubiera un bosque en sus cómics. A esto respondían que esa fue la única condición que Hugo puso a la hora de trabajar juntos. Esa y la aparición de un perrito pequeño que lloraría como un descosido cada vez que alguien talase o quemase uno de los árboles. Los periodistas siempre dejaban para el final las mismas preguntas:

¿Y ustedes cómo y dónde se conocieron?

Ellos se miraban, volvían a sonreír y, una vez uno, otras el otro, contestaban lo mismo:

Solo diremos que todo se debe a un boli de cuatro colores y a un cuaderno al que le faltan algunas hojas. Así que, aunque sabemos que nunca van a dejar de interesarse por ese dato, por favor, no insistan.


No hay comentarios:

Publicar un comentario