INSISTENCIA
«No insistas, por favor, porque, mientras más
insistas… peor», le decía Amaya con el corazón encogido a su pequeño Hugo cada
vez que pasaban por delante del escaparate de la papelería. Cómo le hubiese
gustado regalarle el juego de ceras y las acuarelas que relucían a través del
cristal. Cuando salían a dar una vuelta, el niño se emperraba en pasar por la
calle del establecimiento. Entonces, la mujer tiraba de su brazo en sentido
contrario. El crío se ponía a llorar y a protestar a voces y ella soportaba la
mayor de las vergüenzas ante las miradas inquisitivas de la gente que se detenía
a contemplarlos. No es que no quisiera comprarle aquellos objetos que tanto
deseaba su hijo, es que ser madre soltera en aquella pequeña ciudad no era algo
que estuviese muy bien visto. Lo que cobraba limpiando casas y peinando a
domicilio no le daba para caprichos que no fueran del tipo culinario o de
indumentaria, unos en forma de alguna tarta en los cumpleaños y otros en la de
unos zapatos o pantalones nuevos, también por los cumpleaños. Pero Hugo siempre
quería pintar y se deleitaba dibujando con su lápiz y sus primos de colores
todo lo que le venía a la cabeza. Luego le mostraba sus trabajos a su madre y
esta sentía orgullo y pena a partes iguales.
Con el paso del tiempo, el niño del que todos se
burlaban en clase por no conocer a su padre, se dio cuenta de que no necesitaba
demasiado para dibujar; con el boli de cuatro colores que su madre le había
regalado para empezar el instituto y su lapicero del dos tenía más que
suficiente. Mientras los demás mal atendían a los profesores, él rellenaba las
hojas de sus cuadernos con representaciones de diablos, indios y sus caballos, vampiresas,
animales reales y fantásticos, soldados, aviones y árboles, siempre muchos
árboles. El día que dos de los malotes de la clase le robaron una de esas
libretas para reírse de él, a la vez que otros dos le sujetaban con fuerza,
pensó que era el último de su vida. Uno de sus ladrones se hizo el gallito
rompiendo varias hojas delante de las risas de los demás, pero aquel muchacho
también escondía un secreto que no se atrevía a contar. Así fue cómo, una
mañana que sus compinches andaban en otros asuntos, Jaime abordó al rarito en
medio del recreo para decirle que le gustaban mucho sus dibujos. El adolescente
del boli de cuatro colores que ya esperaba, como mínimo, un empujón de su
supuesto compañero de clase, no supo entonces si aquello era un vacile o un
alago. En ese momento, tan solo con que no le agrediera era más que suficiente.
De esta forma, y ayudado por la publicidad de su admirador secreto, Hugo se
hizo famoso en medio instituto; hasta ganaba unas monedillas dibujando pollas
gordas en cuerpos de hombretones musculosos, tiarronas tetonas, unicornios, el
perro de alguno, el gato, las palomas o el canario de otro o el retrato de algún
familiar que le trajesen en foto. Ahora bien, si había dinero, había impuesto
que pagar a los chungos para que siguieran dejándole en paz. Casi al final del
curso, aquel que se quedó con su cuaderno no pudo esconder más su secreto y, en
una de esas que se acercó al pintor a boli más famosos del lugar con la
intención de cobrarle la parte correspondiente de las ganancias del día, le
confesó que a él le gustaba mucho escribir aventuras y que le encantaría que
intentara dibujar alguna de ellas. Por segunda vez en ese curso, Jaime le dio
una sorpresa al proponerle que, en aquella ocasión, él no le cobraba, poniendo
ese dinero de su bolsillo, siempre y cuando, una vez finalizadas las clases,
quedaran a escondidas para ver qué podían sacar de aquello.
Fue el primer verano y la primera colaboración de muchas que vinieron
en los años que compartieron profesión y éxito. Llegaron a vender miles de
ejemplares de todo lo que publicaban y sus fans se contaban por igual cantidad
alrededor del mundo. Ambos reían en las entrevistas que concedían cuando
alguien se interesaba por la razón de que, constantemente, hubiera un bosque en
sus cómics. A esto respondían que esa fue la única condición que Hugo puso a la
hora de trabajar juntos. Esa y la aparición de un perrito pequeño que lloraría
como un descosido cada vez que alguien talase o quemase uno de los árboles. Los
periodistas siempre dejaban para el final las mismas preguntas:
—¿Y ustedes cómo y dónde se
conocieron?
Ellos se miraban, volvían a sonreír y, una vez uno, otras el
otro, contestaban lo mismo:
—Solo diremos que todo se debe a un
boli de cuatro colores y a un cuaderno al que le faltan algunas hojas. Así que,
aunque sabemos que nunca van a dejar de interesarse por ese dato, por favor, no
insistan.
No hay comentarios:
Publicar un comentario