ME COMO UNA
No vas a conseguir que dejemos de jugar al parchís,
qué va. Y no lo vas a hacer porque sentimos que podemos ganar, a pesar de haber
perdido muchas partidas. Tampoco importa que te hayas agenciado tres de los
cuatro colores del tablero porque sigues sin percatarte de que nosotras y
nosotros partimos de un lugar donde caben todos los demás colores. Aquí están
el morado de los puñetazos en los ojos, de los cardenales por todo el cuerpo,
de los labios hinchados; el naranja de las frutas que pisoteas cuyo zumo no
saboreas; el blanco de las noches en vela y la mente en tensión; el rosa de las
flores que arrancas, trillas y aplastas, pero jamás te paras a oler; el negro
de los rincones, las callejuelas y los cuartos donde nos obligas a amarnos y
sentirnos; el marrón de la tierra con que nos lleva cubriendo sin que te des
cuenta de que hace tiempo que sacamos la cabeza; te lo volvemos a repetir, están
todos, absolutamente todos, los que escapan de tu imaginación e inundan la
nuestra.
Tiras y avanzas moviendo ficha con arrogancia porque
el tablero es solo tuyo desde ni se sabe cuándo. Ahora sacas un tres, luego un
cuatro y, más tarde, un uno. Llegado nuestro turno, sacamos, por fin, un cinco.
Colocamos nuestra primera ficha fuera y el sudor comienza a notarse en tu
frente, un sudor de gotitas nerviosas que se unen en cascada sobre tu sien.
Adelante con la siguiente ronda, tú un dos, otro cuatro y un cinco que de nada
te vale porque hace tiempo que todas tus fichas están dispersas por los
rectángulos numerados. Vuelve nuestro turno y, de nuevo, otro cinco y otra
ficha en juego. Para ti esto es imperdonable. Bien está que juguemos con una
ficha, pero dos, dos es intolerable. Ahora el sudor es de puro miedo; tanto,
que estás literalmente cagado de miedo. Te aterra que te despojemos de esos
privilegios, concesiones, derechos y placeres que te han sido otorgados por
nacer hombre heterosexual. Y no, no voy a entrar en razas, tampoco en la
simpleza de meter a todos los de esa condición en tu saco, porque con nosotras
y nosotros están los que aúnan los tres colores que tú siempre has sentido como
únicamente tuyos, algo que te encoleriza por encima de todo. Además, a nosotros
y nosotras no nos hacen falta esos colores tan posesivos con los que te vistes
porque muchos y muchas de los que deberían ser de los nuestros y de las nuestras,
por desgracia, se calzan con ellos. Pero está bien, está muy bien, que te dé
pavor enfrentarte a dos de nuestras fichas, sobre todo porque comienzas a
sentir un canguelo infundado. Infundado porque nosotras y nosotros no hemos
venido a arrebatarte nada, nos hemos plantado con dos fichas en nuestra puerta
para que nos devuelvas el privilegio de poder andar solos y solas por las
calles sin que se nos mancille, insulte o asesine; para que volvamos a tener la
concesión de hablar, vivir y expresar libremente nuestra sexualidad donde
queramos y con quien queramos; para que tengamos el derecho a decidir sobre
nuestros cuerpos sin que tú tengas que volver a disponer sobre ellos; para que
sintamos el placer de ser nosotras y nosotros mismos sin dar continuamente
explicaciones de por qué lo somos y, ante todo, para que esa decencia
indecentemente cobarde que tienes de suicidarte después de matarnos acabe con
la indecencia decentemente valiente de tenernos que suicidarnos por tu acoso,
injurias, escarnio y mofas.
Mira tú por
dónde, en esta ronda de tiradas te quedas o bien donde estás, o bien pegado a
la barrera que tenemos montada. Es nuestro turno, un seis y luego un uno,
directos a seguro, el mejor lugar cuando se trata de jugar contigo. No tienes
otra alternativa que pasar delante para plantarte en un lugar que jamás
hubieras imaginado estar, justo en nuestro punto de mira. Nuestro dado rueda
hasta plantar boca arriba otro cinco. Sacamos una tercera ficha para que esa
furia de la has hecho siempre gala aparezca en tu cara. Solo puedes mover una
ficha y ese dos la coloca a nuestro alcance. Seis, abrimos barrera, te comemos
una y para casa. Sí, para tu casa, la misma en la que nos encerraste durante
siglos en cocinas desde donde te servíamos platos y bebidas recibiendo, a
cambio, golpes en la mesa y despropósitos cuando no eran de tu gusto; la que
nos hiciste barrer y fregar millones de veces mientras te repantingabas donde
mejor te viniera; la de los cuartos y habitaciones convertidos en celdas donde
nos encerraste porque te avergonzabas de que fuéramos tus hijos, tus hijas, tus
hermanas, tus hermanos; la de las escaleras por las que rodamos hasta abrirnos
la cabeza contra el suelo; la de las ventanas por las que tuvimos que saltar
para escapar de ese amor tan tuyo o de nadie; la de las puertas por donde nos
echaste porque renegaste de nosotros y nosotras escupiéndonos en la nuca, pateándonos
las costillas como despedida antes del portazo; esa que vas a encontrar fría
porque nunca quisiste el calor de nuestros abrazos, las caricias de nuestras
manos y los besos que te quisimos dar y tú siempre nos negaste.
Tranquilo, no te adelantes, te notamos nervioso, más
alterado que nunca. Recoge el dado, te recuerdo que nos tocó un seis. Muy bien,
deja que tu dado caiga hasta tocar el fondo de tu cubilete para que resuenen
bien en tus oídos las faltas de respeto, las hostias con mano abierta, los
puñetazos en el hígado, las patadas en nuestras partes y los disparos a
bocajarro. Volvemos a echar a rodar nuestro dado y… cinco. Sacamos nuestra
cuarta ficha. Tu cielo se desploma sobre tu bien asentada cabeza, tu infierno
sube achicharrándote los pies y tu purgatorio se ensancha como un globo. Es tu turno, te tiemblan las manos al sentir que ahora es cuando verdaderamente comienza
el juego.
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