domingo, 26 de septiembre de 2021

Texto Mandrílico Septiembre 2021

 

TERRAZA EN EL CIELO

 

Con el frío multiplicado por el viento y la humedad metidos hasta los tuétanos y mis maldiciones por lo que estaba viviendo mi país en esos instantes machacándome el cerebro, me encontraba deambulando sin rumbo por la inmensidad de ese Londres al que tanto debo y que tanto me arrebataba con su clima y mi nostalgia. Me pasaba mucho, sobre todo los días que, como aquel jueves, eran «free» en el trabajo que me tenía hasta el gorro, por no decir otra cosa, en el maldito restaurante de Fish & Chips. No sé cómo esa sociedad de señores de bombín y señoronas de joyas, tan modernos para hacer la música que hacían y tan conservadores como para alarmarse más que nadie por las dimensiones de las faldas de las chicas, pueden comer semejante mierda. Yo lo probé una vez y, como dicen en mi pueblo: «Hasta el verte», pero me satisfacía, en cierta forma, trabajar en un sitio que daba de comer basura sin que yo tuviera que probarla siquiera, aunque allí es lo que más se come, basura. No veas cómo echaba de menos los cocidos de mi madre, las albóndigas con tomate de mi abuela y el gazpacho de mi abuelo. Pero sí, me ocurría muy a menudo eso de perderme por la City mientras los recuerdos movían mis piernas sin rumbo fijo.

Una multitud que se cruzaban contigo sin prestarte atención, prisas expresadas con bocinazos de coches, autobuses tan altos que tapaban el poco sol que calienta la ciudad y gente que come y anda a la vez; yo era incapaz de comer y andar al mismo tiempo, eso de sentarse a yantar es algo que lo llevaba a rajatabla, aunque fuera plantando mi trasero en un banco del parque o en mitad de cualquier avenida. Con esa satisfacción, mezcla de regocijo e inquietud por no saber por dónde iba, saqué la cabeza de mis pensamientos aquel mediodía al notar que había un montón de personas arremolinada en frente de uno de los edificios de Savile Row. No es que a mí se me aplique eso de: «La curiosidad mató al gato», es que yo soy el propio gato y esa curiosidad es la que me sirvió para sobrevivir en aquella jungla bien distinta a mi pueblo de secano. Después de preguntar varias veces por la razón de aquel tumulto, siempre con ese inglés mío que nunca llegué a perfeccionar, un chico con acento irlandés me dijo que solo tenía que mirar hacia la azotea del inmueble y escuchar. Sí que se oía algo que venía desde el tejado, pero no conseguí identificarlo hasta que una voz que me resultaba terroríficamente familiar comenzó a inundar mis oídos. Me froté bien los ojos y los pude distinguir mientras Paul interpretaba una canción que no había escuchado antes y que terminaría por convertirse una de mis favoritas de la banda. ¿Quién no conocía a los Beatles en ese jodido país? Si hasta habían pisado el mío. ¿Y quién se iba a esperar que se subieran aquella azotea con ese frío que pelaba hasta los melones con piel de sapo de mi difunto tío Gervasio? Mirando bien la dirección entendí que mis vagabundos pies me habían conducido hasta colocarme delante de la famosa Apple Corps, la fundación creada por los Fab Four pocos meses atrás. Había chicos y chicas asomados a los balcones o subidos a las azoteas colindantes disfrutando de unas vistas privilegiadas de lo que estábamos presenciando. Los demás, la mayoría, mirábamos desde la calle hacia arriba como los que ven el descenso de un santo, o de una virgen, con la boca más abierta que un portón. Terminado el primer tema, Paul dio pasó a John que, con esa voz tan suya, se puso a interpretar un tema desconocido por todos los presentes. Al día siguiente pude leer en la prensa que el galimatías que emitía la garganta de Lennon no se debía a una broma propia del guitarrista, sino que se había olvidado de la letra y salió del atolladero con lo primero que le vino a la mollera. De esta forma, fueron arrojando desde su altura un tema tras otro, hasta que, pasados unos tres cuartos de horas, la policía hizo acto de presencia llamando una y otra vez, entre abucheos del público, a la puerta del edificio. Solo cuando amenazaron con arrestar a todos los involucrados consiguieron acceder al bloque y cancelar la actuación. Nos fuimos disolviendo entre abrazos, choques de manos y saludos que, por un instante, difuminaron la impersonalidad que atiborraba esas calles. Al día siguiente escribí a mi hermana contándole lo sucedido. Ella me respondió diciéndome que no sabía quién eran esos Beatles, bien que se enteró años después por sus hijos, y que si le iba a escribir contando mentiras y enredos en vez de cómo me iba el trabajo y el amor por allí, mejor que no gastara papel ni sellos.

Me han tomado por embustero en muchas de las ocasiones que cuento esto, a mí me da exactamente igual, yo sé lo que vi y oí aquella mañana de enero. Cuando eres uno de los privilegiados que vive algo tan especial sin quererlo ni beberlo los demás te toman por un cuentista o te elevan al mayor de los altares, yo no quiero ni lo uno ni lo otro. Cuando me siento triste o irritado solo necesito que los acordes de “Get Back” resuenen en mi cabeza junto a la voz McCartney y mirar hacia arriba para que el cielo entero se convierta en la terraza más famosa del universo.


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