TERRAZA EN EL CIELO
Con el frío multiplicado por el viento y la humedad metidos
hasta los tuétanos y mis maldiciones por lo que estaba viviendo mi país en esos
instantes machacándome el cerebro, me encontraba deambulando sin rumbo por la
inmensidad de ese Londres al que tanto debo y que tanto me arrebataba con su
clima y mi nostalgia. Me pasaba mucho, sobre todo los días que, como aquel
jueves, eran «free» en el trabajo que me tenía hasta el
gorro, por no decir otra cosa, en el maldito restaurante de Fish & Chips.
No sé cómo esa sociedad de señores de bombín y señoronas de joyas, tan modernos
para hacer la música que hacían y tan conservadores como para alarmarse más que
nadie por las dimensiones de las faldas de las chicas, pueden comer semejante
mierda. Yo lo probé una vez y, como dicen en mi pueblo: «Hasta el verte»,
pero me satisfacía, en cierta forma, trabajar en un sitio que daba de comer
basura sin que yo tuviera que probarla siquiera, aunque allí es lo que más se
come, basura. No veas cómo echaba de menos los cocidos de mi madre, las
albóndigas con tomate de mi abuela y el gazpacho de mi abuelo. Pero sí, me ocurría
muy a menudo eso de perderme por la City mientras los recuerdos movían mis
piernas sin rumbo fijo.
Una multitud que se cruzaban contigo sin
prestarte atención, prisas expresadas con bocinazos de coches, autobuses tan
altos que tapaban el poco sol que calienta la ciudad y gente que come y anda a
la vez; yo era incapaz de comer y andar al mismo tiempo, eso de sentarse a
yantar es algo que lo llevaba a rajatabla, aunque fuera plantando mi trasero en
un banco del parque o en mitad de cualquier avenida. Con esa satisfacción,
mezcla de regocijo e inquietud por no saber por dónde iba, saqué la cabeza de
mis pensamientos aquel mediodía al notar que había un montón de personas
arremolinada en frente de uno de los edificios de Savile Row. No es que a mí se
me aplique eso de: «La curiosidad mató al gato», es que yo soy el propio gato y
esa curiosidad es la que me sirvió para sobrevivir en aquella jungla bien
distinta a mi pueblo de secano. Después de preguntar varias veces por la razón
de aquel tumulto, siempre con ese inglés mío que nunca llegué a perfeccionar, un
chico con acento irlandés me dijo que solo tenía que mirar hacia la azotea del
inmueble y escuchar. Sí que se oía algo que venía desde el tejado, pero no
conseguí identificarlo hasta que una voz que me resultaba terroríficamente
familiar comenzó a inundar mis oídos. Me froté bien los ojos y los pude
distinguir mientras Paul interpretaba una canción que no había escuchado antes
y que terminaría por convertirse una de mis favoritas de la banda. ¿Quién no
conocía a los Beatles en ese jodido país? Si hasta habían pisado el mío. ¿Y
quién se iba a esperar que se subieran aquella azotea con ese frío que pelaba
hasta los melones con piel de sapo de mi difunto tío Gervasio? Mirando bien la
dirección entendí que mis vagabundos pies me habían conducido hasta colocarme
delante de la famosa Apple Corps, la fundación creada por los Fab Four pocos
meses atrás. Había chicos y chicas asomados a los balcones o subidos a las
azoteas colindantes disfrutando de unas vistas privilegiadas de lo que
estábamos presenciando. Los demás, la mayoría, mirábamos desde la calle hacia
arriba como los que ven el descenso de un santo, o de una virgen, con la boca
más abierta que un portón. Terminado el primer tema, Paul dio pasó a John que,
con esa voz tan suya, se puso a interpretar un tema desconocido por todos los
presentes. Al día siguiente pude leer en la prensa que el galimatías que emitía
la garganta de Lennon no se debía a una broma propia del guitarrista, sino que
se había olvidado de la letra y salió del atolladero con lo primero que le vino
a la mollera. De esta forma, fueron arrojando desde su altura un tema tras
otro, hasta que, pasados unos tres cuartos de horas, la policía hizo acto de
presencia llamando una y otra vez, entre abucheos del público, a la puerta del
edificio. Solo cuando amenazaron con arrestar a todos los involucrados
consiguieron acceder al bloque y cancelar la actuación. Nos fuimos disolviendo
entre abrazos, choques de manos y saludos que, por un instante, difuminaron la
impersonalidad que atiborraba esas calles. Al día siguiente escribí a mi
hermana contándole lo sucedido. Ella me respondió diciéndome que no sabía quién
eran esos Beatles, bien que se enteró años después por sus hijos, y que si le
iba a escribir contando mentiras y enredos en vez de cómo me iba el trabajo y
el amor por allí, mejor que no gastara papel ni sellos.
Me han tomado por embustero en muchas de las
ocasiones que cuento esto, a mí me da exactamente igual, yo sé lo que vi y oí
aquella mañana de enero. Cuando eres uno de los privilegiados que vive algo tan
especial sin quererlo ni beberlo los demás te toman por un cuentista o te elevan
al mayor de los altares, yo no quiero ni lo uno ni lo otro. Cuando me siento
triste o irritado solo necesito que los acordes de “Get Back” resuenen en mi cabeza
junto a la voz McCartney y mirar hacia arriba para que el cielo entero se
convierta en la terraza más famosa del universo.
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