«No siempre fue así», tampoco hace
falta pronunciar la frase, con que me aparezca en la cabeza se despeña sobre mí
como un rayo encima de un árbol anciano y mustio. No es que esté desmoronándome
a cachos, ni mucho menos, pero reconozco que, cuando ese fulgor atraviesa mi mente, un meteoro de
recuerdos quema mis entretelas. Y no tiene nada que ver con la cantidad de
reformas que me han hecho; qué va, pues la mayoría han sido cuidados que el
paso del tiempo exigía. Me refiero a otra cosa, es algo concerniente a las
huellas que ese rayo ilumina prendiendo mis vísceras. Cuando posees solo el
presente hay veces que deseas que este pase cuanto antes y otras que se alargue
hasta la eternidad del futuro. Ahora tengo pasado y todo el tiempo del mundo
para regocijarme en él o desecharlo, siempre que el mismo me lo autorice.
Desconozco mi edad, más por olvido que por coquetería, pero seguro que estoy por
encima del siglo. Me hago a la idea de que eso es lo de menos ya que he
sobrevivido a muchas de las existencias de aquellos que he alojado con mejor o
peor aliento. Nunca estuve tan cerrada y sola como ahora. Hubo una época no tan
corta que viví con las puertas abiertas y atestada de seres. Fueron tiempos
duros, al igual que bonitos y edificantes. Abandono en esa memoria que tanto me
machaca la cantidad de animales que han pisado mi suelo, dormido entre mis
paredes, parido en mis rincones y muerto en mis esquinas. Pero los humanos son
otra cosa; ellos trajeron a esos animales igual que trajeron al mundo a otros
humanos con sus alegrías, desgracias, rituales y ceremonias. Y yo como punto de
partida y de regreso, dependiendo de quién fuera quien. Al principio eran dos, con su ganado
de distinto pelaje y pluma; poco a poco, se multiplicaron hasta alcanzar casi
la docena. Muchos de ellos vieron por primera vez la luz en uno de mis cuartos.
Eso sí que era vida, nunca mejor dicho. También pasó la muerte, en no pocas
ocasiones, recorriendo el pasillo hasta sacarlos por mi puerta a la vez que yo tiraba
de sus almas para encerrarlas en mis recuerdos. Algunos dieron un portazo
echando pestes, sin ni siquiera despedirse, tomándome como la culpable de sus
desavenencias. Sea como fuere, la realidad es que ahora estoy medio abandonada,
mirando de frente y pegada
a otras igual de olvidadas que yo. Me paro a observar mi parte trasera y veo
pulular a burros, vacas, ovejas, gatos, perros, gallinas, palomas o cerdos que
rara vez accedían a la zona donde las plantas y las flores eran cuidadas con
las mismas atenciones que ellos. Ahora nada; ni un mugido, ni un cacareo,
ladrido o maullido. Cambiaron sus residencias por una cochera sin vehículo, un
trastero con goteras y un cuarto que almacenó las correrías nocturnas del
último de mis habitantes. Ya, ni correrías, ni habitantes. Subieron los objetos
que dieron forma a sus vidas al doblao y tiraron a la basura los que creyeron
inservibles o no quieren
mirar, pero siguen aquí, incrustados en mis paredes, cimientos, grifos, mesas,
camas y sillas atronando por ser redescubiertos.
Las noches suceden a los días, estos a las semanas que dan
forma a meses que se descomponen en años mientras yo grito suplicando en silencio
el regreso de uno solo de vosotros que sirva de rama donde las hojas vuelvan a
brotar dejando atrás este relámpago que achicharra mi tronco seco.
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