UN PAPEL EN EL BOLSILLO
Coses sorpresa con entusiasmo; zurces ansiedad con ilusión; hilvanas
preparativos con reservas y festoneas viaje con un trozo de papel en la mesita
de noche. Pierdes la cuenta de las veces que cortas hilos que sobran aquí y
allí hasta que el espejo te convence de la llegada del último pespunte del
traje que te permite el acceso a la antesala de un acontecimiento donde tu
deshilachado interior borda los hilos resplandecientes de tus mejores
sentimientos.
Atraviesas la calle del momento convencido de que el tranvía que
tuerce la esquina del fondo no tendrá tiempo de arrollarte. El verde del
semáforo se desvanece como la gente en las calles, las luces en las tiendas o
los sonidos en las tabernas. La primavera se congela cuando apenas has llegado
a la mitad de la calzada. El verano es un iceberg cayendo empicado del cielo que
te hace resbalar hasta que sientes como un golpe seco te incrusta en la
delantera de la máquina. A toda velocidad, traspasas las hojas del otoño mecido
por humos negros vomitados por la locomotora de la desesperanza y, quieras o
no, te gratifican con un billete extra cuando el chirriante crujir de los
frenos te lanza directamente a las nieves del invierno del naufragio.
Una vez en la estación, te sientas al borde del andén con el
vestido hecho jirones y la caja de costura a miles de quilómetros de tus manos.
Entre la bruma, una voz te da la oportunidad de deshacerte del contenido del
sobre que guardas en el bolsillo interior. El canto de sirenas te persuade para
que evites esas tres horas de evasión a la vez que empujas tu mano hacia lo más
hondo de la faltriquera. Saltas a las vías que cruzan el océano de la
resignación y, paso a paso, remas con la mente puesta en agujas, alfileres e
hilos que retoquen por tercera vez tu indumentaria. Vas dejando atrás cientos
de maletas resquebrajadas por adioses sin despedidas hasta alcanzar el punto de
partida con el cuerpo plagado de moratones causados por la irresponsabilidad de
aquellos que malinterpretan la libertad.
De nuevo en casa, te miras al espejo, colocas la entrada en
el ángulo superior derecho del mismo, tomas asiento, arrimas el cesto de las
labores, te enfundas el dedal y enhebras la aguja para volver a dar forma a ese
atavío que, remiendo a remiendo, día a día vas cosiendo.
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