FRACASO
Al igual que, unas veces por delante, otras por detrás, las leyes van a un
ritmo y la sociedad a otro hasta que confluyen en algún punto de su trayectoria
y todo se normaliza dando paso al juego del olvido y a la creencia de que esa
normalidad viene de lejos, en algunas ocasiones el significado, o la
interpretación, de las palabras tiene poco que ver con la realidad a la que
hacen referencia. El diccionario define discutir como: “Dicho de dos o más
personas: Examinar atenta y particularmente una materia” o “Contender y alegar
razones contra el parecer de alguien”. Qué sencillo e inocuo resulta leer esto
en un papel o en una pantalla cuando todos sabemos que es justamente lo
contrario.
Nadie se para a examinar atenta y particularmente una materia
durante una discusión. Es más, intentamos que nuestras ideas vayan a misa, si
es en procesión… mejor que mejor. ¿Quién se contiene durante un debate, término
sinónimo del tratado en estas líneas? Eso sí, lo de alegar en contra del
parecer de alguien viene que ni pintado. Nos gustaría quedarnos en la
superficie románticamente aceitosa de que discutir es intercambiar ideas o
formas de pensar porque conocemos bien la temperatura gélida del agua del
debate sobre la que flota. No, no has enseñado a discutir, más bien a debatir.
Aquí el infinitivo se aleja a la velocidad de la luz de la sinonimia del
sustantivo. Nos incordia que nos lleven la contraria, dar marcha atrás en
nuestros pensamientos, no hablemos ya de creencias religiosas o políticas, y
sentimos la grandilocuencia invadiéndonos ante la seguridad de que poseemos
esas razones inflexibles que debemos lanzar al parecer del que tenemos delante.
La mayoría de los problemas acaban y empiezan en discusiones.
Tal vez sea porque esos problemas se dejan pasar creyendo que está todo en su
sitio. Dejamos pasar cada una de las voces, los improperios, las faltas de
respeto y los insultos que quiebran más y más esa seguridad hasta que la bola
de nieve se convierte en alud que arrastra consigo tiempos y momentos que
quisimos vivir desde la felicidad y nos convirtieron, y convertimos, en
situaciones extremadamente desagradables. ¿Y quién es el gigante o el atlante
capaz de poner en su sitio todo lo arrastrado por el alud? Nadie, que yo sepa,
coloca de igual manera las piezas de un castillo una vez se derrumba. Y si lo
hace, la argamasa no será la misma, por mucho que se mezclen el mismo tipo de
materiales.
Tampoco debemos seguir continuamente la vereda del sí del tonto o del esclavo.
Estaría bien aceptar, de entrada, que tu diferencia se debe a que los demás son
tan diferentes como tú. Pero nada, buscamos esa normalidad inexistente que
acaba siendo caldo de cultivo para la discusión y tierra donde flores con
raíces a las que llaman locura, tallos con espinas tomadas por amenazas y
aromas impregnados de venganza nacen, crecen, se multiplican y nos llevan a la
muerte. No tiene por qué ser una muerte física, este siempre va a ser el peor
de los finales, es el simple “adiós”, el “hasta aquí hemos llegado”, el “no te
aguanto más” o el “vete a la mierda”, directamente.
Entonces lo que examinamos atenta y particularmente es
nuestro descalabro y pocas veces nos convencemos de que somos parte del mismo.
El de en frente como fuente de problemas, como fruto de la discordia o semilla
de nuestros males. La parte constructiva de la discusión se desmorona cuando
esta se da de bruces con el pórtico del debate cerrándole el paso y los
sinónimos quedan divididos por las torres de la fortaleza del desprecio y los
halos imaginarios de superioridad que dan forma a los cimientos de nuestra
ciudadela. Una se queda fuera sufriendo las inclemencias y la frustración del
abandono; el otro, al calor de la falsa seguridad que nos ofrecen nuestros
salones calentados por llamas inamovibles.
Hace tiempo que dejamos atrás la era del discutir y prosperó
la del debatir. En el debatir como sinónimo de luchar o combatir, poco se
examina, ni atenta, ni particularmente, pues no se contienen o alegan razones
durante cualquier lucha o combate. Las armas en esas contiendas son bien
diferentes a las que se deben usar durante una discusión. La avalancha que provoca
esta última hace que la montaña respire tranquila y brille de nuevo. La del
debate la inunda de cañonazos que acaban formando cuevas que terminan por
derrumbarla desde su interior hasta hacerla desaparecer por completo. Es
entonces cuando aparece el desierto y sus dunas a las que llamamos “montañas de
arena” añadiendo, de este modo, un eufemismo más al libro que, por mucho que
intentemos negarlo, tiene como único título “Fracaso”.
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