Que el mayor enemigo del sexo es la rutina; que caer en el
aburrimiento es el cáncer del mismo y que al final no deja de ser otra cosa que
buscar y dar placer usando la imaginación y el respeto mutuo es algo que no me
he inventado yo; es un buen consejo que me dieron hace muchos años y que suelo
seguir a rajatabla. Cambiar de lugar para practicarlo y buscar experiencias
nuevas renovando espacios suele contribuir a ello. Otra cosa es que todo salga
como se pretende. En el mundo actual cualquier relación, ya sea de amistad, de
búsqueda de pareja o de encuentros en la quinta fase de la sexualidad, suele
pasar por el tamiz de las aplicaciones que usamos para tales fines. Estas, al
igual que cualquier cosa con la que te topas en ese planeta que gira cien mil
veces más rápido que nuestra galaxia llamado internet, te proporciona momentos
placenteros, otros que no engrosarán tu curriculum de escarceos amorosos y
algunos que no olvidarás por razones intrínsecas al propio instante.
No sé si es casualidad que un mueble como la cama sea el más
utilizado en la mayoría de las prácticas sexuales, en las mías lo es. Sorpresa
infinita es la que te sueles llevar cuando alguien contesta a tu perfil de la
aplicación de ligoteo de turno donde están siempre las mismas caras con sus
mismas gilipolleces unidas a una partida de malquedas que viven de pajearse
mental y manualmente. Si a esto le añades que la otra parte es de más de tu
agrado y te da hora para veros en ese sitio tan universal como es una cama y
tan particular como es tu lecho, la cosa pinta más que bien. Todo va sobre
ruedas, mejor sobre cuatro patas, para ser precisos, pues el chico te gusta, tú
le gustas y ambos pasáis del corte inicial típico del primer encuentro a la
confianza puntual que el desarrollo de la ocasión exige.
Llegado el momento, una de las partes comienza con las
peticiones, recibidas con asentimientos o negativas por la otra, y viceversa.
Qué casualidad que una de ellas fue cambiar a cierta postura donde el ángulo
recto es el que dirige
el propósito. El lado horizontal permanece tirado sobre el colchón y el
vertical sentado como si de un jinete se tratara mientras se cruzan las
miradas. Súmale a esto que el encargado de dicha verticalidad confiesa no
haberlo hecho nunca así. El manejo del escarpado protagonista le delata como
mentiroso al rato de empezar. La cama como escenario de jadeos, apretones,
frenesí y pasión. Los chirridos de la misma se mezclan con los de placer, el
movimiento se aviva y el sonido del mueble comienza a subir. Presintiendo un
final inapropiado, cambias el vocabulario usual de la materia y el imperativo
de turno:
—¡Baja, baja! — tu petición parece caer en saco roto ya que
consigues el efecto contrario.
Por más que insistes tu amante de turno se acelera poniendo
más afán que nunca. Otra y otra vez casi gritando:
—¡Baja, baja! —hasta que llegas a pensar que la otra parte ha
entrado en éxtasis teresiano o es que está como un cencerro.
Ya sabemos que si la palabra no consigue sus propósitos hay
que pasar a los actos. Ni tiempo tienes de hacerlo cuando el catre se derrumba
como un castillo de naipes. Susto tremendo por parte del lado vertical, cabreo
súbito en el horizontal y a la mierda el momento de placer.
—Tío, te llevo diciendo desde hace un rato: ¡Baja, baja! Y tú
ahí con los ojos vueltos como la niña del Exorcista.
—Lo siento, de verás. Yo te estaba entendiendo: ¡Trabaja,
trabaja!
Despedida abrupta, desastre en la habitación y desobediencia
ciega por parte de la visita que sí que bajó, pero no de la manera prevista.
Ahora el trabajo es tuyo pues no te queda otra que montar el desastre en el que
se ha convertido todo. La cama no será el lugar más extraño u original para
echar un polvo, pero es el único que te puede hacer pensar lo mal que están remuneradas
las horas extras; eso si te las pagan.
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