Hay ciertos autores, autora en este caso, de los que, una vez
que llegan a ti a través de una gran obra, quieres conocer más y más de su
trabajo. Esto es lo que me ha ocurrido con la francesa Chloé Gruchaudet. Me
impactó bastante el primer cómic que conocí de ella, “Degenerado”, del que
encontraréis una referencia en este blog, y me he vuelto a quedar pallá con
este segundo que he leído, “Groelandia – Manhattan”. Desde ya os recomiendo que
echéis un vistazo a uno u otro porque vais, al igual que yo, a descubrir a una
gran artista que toca temas de los que poca gente quiere hablar.
Chloé estudió animación en París, donde se licenció en el año
2000. Además de colaborar en proyectos televisivos, comenzó su andadura en el
mundo de las viñetas a partir del 2006. El cómic del que hablaremos a
continuación fue editado en el 2008 recibiendo el premio René Goscinny en su
país natal. A pesar de ello, aquí casi tod@s la hemos conocido por su primera
obra, referida con anterioridad, editada en España, “Degenerado”, por la que se
le otorgaron varios premios, destacaremos el Premio del Público en Angoulême
2014. Así pues, es normal que, a pesar de ser anterior, este “Groelandia –
Manhattan” haya llegado a nuestras manos con posterioridad. En lo referente al guion,
Gruchaudet sigue sobresaliendo por presentarnos personajes que, por la razón
que sea, tienen un fuerte conflicto personal además de no encontrar, por esas
mismas razones, su lugar exacto, si es que existe dicho sitio, en la sociedad.
Lo hace tanto desde el interior de estos personajes, el nuestro se llama Minik,
como desde la vista externa de l@s demás. Este complejo proceso lo trabaja con
tanta profundidad que es imposible no sentir, por un lado, cierta empatía con
sus protagonistas y, por otro, no darse cuenta de que, en cierta manera, es@s
demás no se encuentran tan lejos de ell@s. En cuanto al dibujo, sigue
utilizando esa gran técnica de tonos oscuros y ocres tan característica que la
hace inconfundible. Con ella imprime toda una paleta de sentimientos justo en
los momentos que lo necesitan.
Las metas que el hombre blanco se ha puesto a lo largo de la
Historia han llevado a hombres y mujeres de otras razas y culturas al borde de
o a la misma extinción. Esto no es nada nuevo, pero parece que cuando se conoce
uno de estos casos se conocen todos. La razón que veo en ello es que hay
ciertos patrones que se repiten a lo largo del tiempo. Pues bien, eso patrones
vuelven a aflorar en estas páginas. El explorador estadounidense Robert Peary
aseguró, en su momento, ser el primer hombre en llegar al Polo Norte. Lo hizo
acompañado de su fiel hombre de compañía, Matthew Hanson, el cual no recibió
honor alguno por esta “hazaña” por el hecho de ser negro, y un puñado de
inuits, esquimales, para entendernos mejor. Lo intentó unas cuantas veces antes
de lograr su “éxito”. De ellas no consiguió regresar más que algún que otro
meteorito, alguna piel de oso polar, perros de razas propias de esas latitudes
y, en su penúltima tentativa, con una representación inuit formada por tres
hombres, una mujer y un niño de cuatro años, Minik.
Después de cargar uno de esos grandes meteoritos que el señor
Peary encontraba en el territorio de los esquimales, invita a un grupo de éstos
a subir a bordo de su gran barco, algo extraordinario para ellos acostumbrados
a sus kayac. Una vez a bordo, alardea de las ventajas de su civilización, donde
las casas están unas encima de otras y no hace tanto frío. Antes la
incredulidad de los inuits, y con su supuesto honor manchado por la misma, más
que invitar obliga a esta comitiva a acompañarle para demostrárselo. Para él no
son más que un grupo de indígenas que huelen mal y que deben ser entregados a
la Ciencia para investigar tanto su anatomía como sus capacidades cognitivas.
Así es como Minik, su padre Qisuk y sus tres acompañantes se presentan en el
puerto de Nueva York ante una muchedumbre que está más pendiente de ellos que
de los logros, o fracasos, de Peary. Mientras este explorador los define en sus
conferencias como “Dulces Anarquistas” o “Niños Grandes”, inferiores a nosotr@s
y de poco interés económico, aunque sí científico, los inuits se sorprenden
tanto de la suciedad del agua del puerto como de ver a los caballos, perros
grandes para ell@s, o de poderse tomar un baño de agua caliente porque sí.
La cuestión es que Peary está, como es normal, más interesado
en recaudar fondos para su próxima, y última, aventura que en el estado de
salud, tanto física como mental, de sus invitad@s. Se desentiende totalmente de
ell@s dejándolos en manos de la directiva del Museo de Nueva York. En esos
instantes es cuando se desarrolla todo el entramado real del asunto. Tanto el
padre de Minik como sus otr@s tres acompañantes enferman y mueren siendo él el
único representante del séquito esquimal que consigue sobrevivir. Después de
esta tragedia, pasará a vivir con la familia del señor Wallace, uno de los
administradores del Museo. En esta etapa Minik tendrá que ir a la escuela,
conocerá algunas de las costumbres más raras, para él, de la gente que vive en
la gran ciudad o será timado al cambiar todas sus pequeñas riquezas por unas
simples canicas. Pero, quizás, el descubrimiento que dará un vuelco a su
estancia en el continente será el del esqueleto de su propio padre metido en
una de las vitrinas del museo. Esto, realmente, lo cambiará todo.
Él pide que le devuelvan tanto el cuerpo de su progenitor
como el de los suyos. El señor Wallace intercede ante el director del Museo,
pero sólo consigue que le echen a la calle por ello. Ante esto, no les queda
otro camino que recurrir a la prensa mediante la que, con su típica repercusión
mediática, consiguen sacar a flote toda esta trama. La dirección del Museo
prefiere mandar de vuelta a sus heladas tierras a Minik, no sin antes hacerle
firmar ciertos papeles, como solución al problema. Él regresa a Groelandia
donde se enterará de que, por fin, Peary han conseguido, según él, llegar al
Polo Norte. Durante sus primeras semanas entre l@s de su pueblo será el foco de
atención tanto por las cosas que cuenta como por su vestimenta o manera de
moverse. Hay que tener en cuenta que era un niño de cuatro años cuando salió de
allí. Una vez llegado el momento de la caza, es consciente de que aquel tampoco
es ya exactamente su lugar. Se encuentra perdido ante un mundo que le parece
lejano y otro que lo desprecia por mil razones. Después esto decide volver
desapareciendo en la inmensidad del territorio yanqui y creando toda una
leyenda sobre su persona.
Puede que, como dije antes, todo esto os suene novedoso,
pero, para nada, lo es. Son las mismas
pautas que se siguen dando desde que Colón trajo los primeros indios a Europa
para que la Reina Isabel los conociera, aquellas que siguieron los ingleses
llevando a Londres a los Mohawks con la intención de que apoyaran su causa ante
los independentistas, iguales que las que utilizó Búffalo Bill para lucirlos en
su circo, tanto en Norteamérica como en Europa, similares a las empleadas para
cambiar el destino millones de africanos y muy parecidas a las que se usaron en
Asia u Oceanía. El resultado suele ser parecido, la muerte por enfermedad,
servir de esclav@s, o ser vapulead@s unas veces por las distintas concepciones
del mismos Dios o por ese ser supremo que otr@s conocen por Ciencia. Siglos han
pasado para que, para much@s aún sigue todo igual, podamos verlos como lo que
realmente son, seres humanos. Por eso es importante no dejar de interesarse por
obras como “Groelandia – Manhattan”. Tod@s l@s Minik del mundo tienen derecho a
entender el mundo como crean conveniente, ya sea por cultura o forma de vida. Algo de lo que, con seguridad, aprenderíamos bastante si no fuera por ese falso concepto de
superioridad que nos lleva invadiendo miles de años.
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