Creo que es justo comenzar este artículo reconociendo que no
he leído la novela de Saphia Azzeddine de igual título que el cómic que nos
concierne. Esto es algo que me queda pendiente después de disfrutar de la
fenomenal adaptación a viñetas que han llevado a cabo el guionista Eddy Simon y
la ilustradora Marie Avril, ambos franceses. El dibujo de Marie imprime a esta
obra lo esencial para que puedas apreciar con mayor amplitud todos los
sentimientos que la protagonista de la misma tiene en su interior. Esas
sensaciones las pone a flor de piel Eddy con este guion que te engancha a la
primera queriendo saber cuál es realmente el destino del personaje principal de
esta trama. En su largo recorrido, estos dos autores se han encontrado para dar
a luz una adaptación real de la vida misma.
Jbara vive en una región aislada de Marruecos conocida como
Tafafilt. Para ella es lo peor del mundo porque allí lo único que puede hacer
para poder sobrevivir es cuidar de sus ovejas, aguantar las broncas de su
padre, al que odia con toda su alma, compadecerse de su madre por aguantar al
imbécil de su progenitor y entregar su cuerpo a algún pastor a cambio de
regalos tan insignificantes para muchos, pero tan espléndidos para ella, como
son yogures, galletas y chocolatinas. Como la mayoría de las mujeres pobres del
planeta, carece de estudios que le permitan saber qué es el esperma y para qué
sirve. Lo descubrirá de manera cruel, como suele pasar en estos casos, cuando comience
a sentir naúseas y se vea rechazada por su familia y comunidad.
A pesar de todo esto, Jbara no se siente sola. Ella siempre
tiene a su lado, para bien o para mal, a Alá, el puro. Mediante un monólogo
constante con Él irá reflexionando sobre todo lo que se va encontrando en su
camino. Alá le ha concedido uno de los mejores y más peligrosos dones, a los
ojos de los hombres, que pueda recibir una mujer, la belleza. Lo que al
principio es usado para saborear manjares de tres al cuarto acaba siendo el arma
utilizada para subsistir y crecer económicamente. De esta manera, terminará
siendo prostituta una vez llega a la ciudad después de ser expulsada de
Tafafilt. Pero ella siente que ese no debería haber sido su destino de haber
nacido rica. Así se lo expresara a su Dios, el único que la escucha y al que
ama por encima de todo porque nunca le reprocha nada.
Esta obra nos lleva por los caminos que Jbara recorrerá,
desde sus servicios en una mansión de la clase adinerada, aquellos que prestará
a un jeque que la dejará tirada cuando se canse de ella o el matrimonio con un
Imán de la ciudad que la cuidará lo mejor que puede. Durante todo este periplo
ella sigue manteniendo su personal monólogo con Alá. A Él confesará sus miedos,
alegrías, ambiciones o esperanzas. Alguna que otra vez se enfadará con Él
porque las cosas no irán como ella pretende, pero siempre sentirá cercana su
presencia en todo lo que hace, aun siendo consciente de que es pecado. De esta
forma atravesaremos épocas de su vida donde la tragedia superará al júbilo, en
otras la felicidad estará por encima de la frustración y, en la mayoría, la
verdad de lo que es el mundo y la sociedad que le rodea serán la primera plana
de sus confesiones. Os animo a que descubrías todo esto porque, dad por hecho,
que conoceréis a una mujer tan real que seguro que tiene miles de nombres.
Es a esto a lo que quiero llegar. Da igual el rincón del
mundo donde vivan todas la Jbaras. La unión de pobreza, incultura y religión
hacen de ellas presas fáciles de cualquier desalmado que se precie, y de estos
los hay a patadas. No importa que residan en unas montañas perdidas de
Marruecos, en unos suburbios de Manila o en un barrio obrero de Sofía. Qué más
da si las han enseñado a creer a pie juntillas en Alá, Yavhé, Buda o en el
dinero, sin más. En el fondo la situación de estas mujeres es la misma pues
sólo les queda como respuesta a sus vivencias sus propios cuerpos empleados
como ropa de quita y pon según sean utilizados por unos u otros. Las
religiones, en su mayoría, por no decir todas, están hechas por y para los
hombres. Las mujeres quedan en segundo plano como algo que ni opina ni debe
opinar. A esto le sumas la obsesión por parte de esos hombres con la negativa
hacia aquellas de que puedan disfrutar de sus cuerpos con decisión propia, todo
bajo el yugo del honor, y encontrará de nuevo a Jbara. Honor que el hombre
puede mancillar siempre que quiera y que la mujer debe preservar para beneficio
de la familia, el clan o llámele como ellos decidan.
Para mí esta es la verdadera historia de “Confesiones Con
Alá”. Jbara habla, se desahoga y se confiesa continuamente con su Dios al igual
que otras lo harán con el suyo, con algún antepasado, con su familiar más
querido o con aquello en lo que realmente no pueden, ni quieren, dejar de
creer. Sí, algunos pensaréis que la situación de las mujeres en el mundo árabe
es peor que la que les ha tocado vivir en otros mundos, pero, en el fondo, no
es tan distinta. La violencia de género llega a su culmen cuando son
asesinadas, pero qué ocurre cuando tienen que convivir con su maltratador hasta
la muerte de éste, cómo llamamos a la negativa de desarrollarse como personas
por el simple hecho de ser mujer, hacia dónde hay que mirar cuando se las
reprime por querer ser ellas mismas y, sobre todo, qué tenemos que hacer con
todo lo que hay debajo de esa punta de iceberg que, aunque pretendamos ignorar,
todos conocemos.
La historia de Jbara es la historia de la mujer, no sólo la
historia presente, también la pasada y futura de no ser porque la cambiemos
entre todos, hombres y mujeres. De poco sirven las revoluciones, ya sean de
primaveras, plazas u obreras, si nos dejamos atrás con ellas a nuestras
congéneres. De qué sirve tanta verborrea panfletaria si seguimos sin darnos
cuenta de que millones de Jbaras sólo puede confesarse ante su Dios porque es
el único que la comprende, porque nunca la insulta, ni la aterroriza, ni abusa
de ella, ni la trata como un despojo a diferencia de los que la rodean. La
mujer, la soledad y las creencias, esos son los tres pilares de esta
conmovedora obra. Qué la disfrutéis y reflexionéis. Nunca está de más hacer
ambas cosas.
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