Completita, completita. La jornada que
vivimos el pasado sábado, 14 de Septiembre, en la capital del estado mi novio y
yo sólo se puede definir de esa manera tan repetitiva y explícita. Después de
levantarnos temprano y desayunar algo típico de la ciudad nos pusimos en camino
hacia CaixaForum, sito en el madrileño
Paseo del Prado, para disfrutar de una de las exposiciones que más me han
impactado en los últimos años: “Georges Méliès, La Magia Del Cine”. Desde este
mismo instante debo decir que para aquellos y aquellas que sean cinéfilos y para
esos y esas que, al igual que yo, son algo menos es de obligada visita. Ya no
sólo por lo que te pueda decir, o no, el séptimo arte sino como parte esencial
de lo que ha sido, lo sigue siendo, el mismo en la historia de la humanidad.
Antes de llegar a la parte dedicada
íntegramente al artista francés puedes deleitarte con uno de los repasos más
exhaustivos que he conocido a todo lo que ha sido la historia el cine. Nunca pude
llegar a creer que los primeros orígenes de éste se remontaran al mismísimo
siglo XVII. Desde las sombras chinescas, y los aparatos utilizados para darles “vida”,
hasta la colección de cámaras del XIX pasando por un sinfín de aparatos y
técnicas que nunca hubiera imaginado. Se trataba precisamente, se sigue
tratando, de eso, de algo tan grandioso como es la imaginación del hombre. Este
ha conseguido plasmar parte de ella mediante todos esos artilugios de nombres,
la mayoría de veces, impronunciables pero que arrancan de tu interior desde una
sonrisa al más alto de los alaridos de terror. Puede que en en este momento que nos ha
tocado vivir, donde la velocidad es algo diario, la vida de nuestros
electrodomésticos, coches, móviles y máquinas se diluye desde el mismo instante
que caen en nuestras manos y las mayores crueldades del hombre como especie, ya
sean guerras, hambrunas o faltas de respeto, hacen que no se nos mueva un solo
músculo de nuestro cuerpo, no lleguemos a entender lo que estos señores
conseguían con una serie de lentes y cajas. Impensable las reacciones que
podrían arrancar con su llegada tanto a las ciudades de la época como a los más
remotos pueblos del mundo. Así fue que muchos de ellos acabaron perseguidos por
herejes y adoradores del diablo, para variar. Después de pasar casi una hora
machacándonos la cabeza con esa idea lo más que conseguimos es sorprendernos
para bien de lo que veíamos, alegrándonos en todo momento. Menos mal que al
entrar en una sala el grito de miedo de una pequeña niña, no tendría más de cuatro
o cinco años, puso las cosas en su sitio y pudimos comprobar que todo aquello
aún sigue haciendo efecto ni más ni menos que en una mente infantil, lugar
donde anida la mayor de las imaginaciones.
Una vez sobrexcitado con todo lo visto
hasta ese instante, la exposición llega a la parte dedicada al gran cineasta
galo Georges Méliès. Lo único que me vino a la cabeza, una vez acabada la misma, es la palabra GENIO, sí, así, con mayúsculas. Este parisino no sólo era un
apasionado del cine también era un gran diseñador de escenarios así como de
vestuario, mago y un sinfín de cosas más que descubriréis en las salas dedicadas
al mismo. Con el tiempo llegas a pensar que la negativa de los hermanos Lumière
a venderle su cinematógrafo no fue sino el pistoletazo de salida para que este
señor, creador de sainetes de magia con sorprendentes trucos para el momento, hiciera
realidad sus sueños a través de una cámara. Llegó a rodar alrededor de
quinientas cintas con mejor o peor éxito. Las primeras se remontan a 1896, “La
Mansión Del Diablo” y “Escamoteo De Una Dama En El Robert-Roudin”. Todos y
todas tenemos en nuestra mente el filme de 1902 “Viaje A La Luna”. Como he
dicho antes, la genialidad de este señor le llevó a construir su propio estudio
cinematográfico totalmente acristalado, una pena que lo destruyeran
íntegramente después de la Segunda Guerra Mundial, donde rodó la mayoría de sus
cintas. No voy a contaros más ni sobre la parte de la historia del cine ni sobre
la vida y obra de este hombre irrepetible. Tendréis que ir y vivirlo porque,
aunque suene a tópico, hay cosas que es imposible describir con palabras, ya
sean escritas o habladas.
Después de esta acumulación de
sensaciones, cañita, alguna compra, comida y siesta. A eso de las siete y media
de la tarde nos pusimos en marcha, dando un paseo, desde la Plaza Vázquez de
Mella hasta el Teatro Nuevo Alcalá, os podéis imaginar dónde se encuentra, más
o menos. Recogimos las entradas para ver a Sinfonity en taquilla no sin algún
que otro contratiempo por parte de los taquilleros, poco más y no me devuelven
la tarjeta de crédito, nos fuimos a tomar algo mientras llegaba la hora de la
actuación y una vez llegado el momento accedimos al recinto.
El Teatro Nuevo Alcalá se permite el
lujo de tener en cartelera dos actuaciones diferentes a la vez, en salas
distintas, evidentemente. El recinto lo compone una gran sala con cuatro filas
bien anchas de asientos así como tres plantas de palcos. El sitio por fuera no
parece gran cosa pero una vez estás dentro recuerda bastante a aquellos teatros
de finales del XIX principios de XX, muy clásico, de gran altura y solemnidad. Para
los que aún no sepáis quiénes son Sinfonity deciros que es una orquesta formada
por diecinueve miembros cuyo instrumento central es la guitarra eléctrica, o
sea, que todo lo que interpretan es a través de dicho instrumento o variantes
del mismo, como el bajo eléctrico, por ejemplo. Si lo de la mañana con Méliès y
demás fue una pasada esto no tuvo nombre. Reconozco que soy bastante más
aficionado a la música que al cine por lo que me emocioné algo más con el
concierto que con la exposición, que ya es decir. Diecinueve musicazos tocando
obras, parte de ellas sino aquello sería inacabable, de Mozart, Rossini,
Mascagni, Bach, Vivaldi, Ravel, Falla, Prokofiev, Beethoven, Korsakov y Holst
hacen que te sientas en el octavo cielo. Desde el comienzo con el “Bolero” de
Ravel te das cuenta de que lo que vas a escuchar y sentir durante la más de
hora y media que tienes por delante va a ser, lo es, algo extraordinario. Quizás
creas que se te va a hacer largo y pesado pero nada más lejos de la realidad. Pasan
de un autor a otro con una facilidad pasmosa y simplemente quieres oír más y
más, que aquello no termine, que toquen lo que quieran, de quien quieran porque
te sientes tan involucrado con lo que tienes en frente que no deseas que llegue
el final. Personalmente me emocioné con “Las Cuatro Estaciones” de Vivaldi, uno
de mis compositores preferidos, el “Adagio” de Mozart o “El Amor Brujo” de
Falla, por poner unos ejemplos ya que todo el recital en sí es una pasada. Para
acabar hicieron un homenaje a esa música que tanto amamos, el Rock,
interpretando “We Are The Champions” de Queen y de la que, no puede ser de otra
forma, muchos de los músicos que estaban en el escenario son seguidores. Gracias,
muchas gracias a estos maestros por dar la razón a los que siempre hemos
pensado que la música, la buena música, nunca muere, siempre que se interprete
con calidad, y que muchos de los grandes compositores clásicos si vivieran en
estos momentos serían grandes músicos de Rock, Jazz, Blues, Pop o cualquiera de
las corrientes nacidas en el pasado siglo. No dejéis pasar la oportunidad de
acercaros a vivir la experiencia Sinfonity, no os arrepentiréis.
Hasta aquí nuestro último sábado en los
madriles. Después de tantos años visitándola me sigue sorprendiendo esta
ciudad, a pesar de que quienes la dirigen
hagan el ridículo más espantoso con sus declaraciones en Spanglish del barato
en escaparates deportivos a nivel mundial.
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