Miguel llegó acompañado a clase
por otro niño, huérfano igual que él, Marcos. Ambos tenían alrededor de seis años, y habían sufrido la misma
desventura, la pérdida de su padre. Miguel venía de un pequeño pueblo, del seno
de una familia de pastores y en su corta vida no tenía otra relación con el
mundo más que los otros niños y niñas de parecida procedencia y el calor propio
de los animales que compartían espacio con los humanos de su casa. Marcos era
un caso distinto, de madre alemana y padre español, sabía perfectamente, para
la edad que tenía, qué era un tren, una calle repleta de coches o el ruido de
una fábrica. Las casualidades del destino hicieron que aparecieran juntos en mi
aula aunque, era evidente, que Miguel estaba más fuera de lugar que Marcos.
En aquellos años tenía a mi cargo
casi cincuenta niños de entre seis y siete años. Resulta difícil controlar esa amalgama de voces
agudas, alturas similares y lloros afines. A pesar de esto supe que Miguel
arrastraba un problema mayor a cualquiera del de los demás. Era el escudero de
Marcos, mucho más espabilado que aquel, siempre a su lado. Cuando Marcos se
escapaba del colegio Miguel lo acompañaba sin rechistar, no por sumisión sino
por ese vínculo que el dolor crea cuando se comparte una misma tragedia. Una
vez dentro de clase eran igualmente inseparables, es más, siempre que intenté
hacerlo lloraban de tal manera que era imposible continuar impartiendo la
asignatura del momento, ya se sabe, si para los adultos la risa es contagiosa,
para los niños lo es el llanto. Pero aun así eran como la noche y el día.
Mientras Marcos no paraba de moverse, cantar y participar en las actividades del
día a día, Miguel permanecía sentado, tranquilo y abstraído en su mundo con la
mirada puesta en los pájaros que se posaban en la ventana o en los cuadros de
colores de las letras y números que había por las paredes del aula. Siempre
unidos y siempre distintos.
Comenté el comportamiento de
Miguel con su madre varias veces y ella aseguraba que la pérdida del padre
había sido un gran trauma familiar pero que en casa y en el pueblo Miguel era
un niño como otro cualquiera, es más, decía la mujer, con una inventiva y amor
por los animales fuera de lo común. Entonces porqué en el colegio no era así,
qué llenaba su infantil mente de tal manera que ni atendiera ni prestara
atención excepto a Marcos y sus escapadas por la ciudad. Sabía que ambas cosas
tenían relación, fugas y Marcos. Lo de Marcos estaba claro pero lo de las fugas
me volvía loca cada mañana.
Miguel sólo se interesaba por la
naturaleza. Cuando impartía nociones de animales, ríos, mares o tierras
comprobaba que sus ojos brillaban y su atención era máxima pero nunca conseguí
sacar la más mínima palabra de su boca. Durante las clases de ciencias, a la
vez que impartía el temario hacía las preguntas convenientes sobre el mismo.
Siempre había algún niño que respondía con la retahíla de quien se aprende las
cosas de memoria, otros que nunca sabían las respuestas y otro, Miguel, que
muchas veces la sabía pero nunca contestaba. Aquella mañana empecé la clase
hablando de los árboles, así directamente, sin más. Mucho de los niños aún
tenían cara de dormido y otros no prestaban atención ninguna pero Miguel fue
escuchar la palabra árbol y salir de su letargo. A mitad del tema pregunté: “¿Por
donde respiran los árboles?” No hubo respuesta alguna a mi cuestión. Volví a
repetir la pregunta: “¿Por donde respiran los árboles?” De repente, de lo más
hondo del silencio que había creado la pregunta repetida en el aula, se oyó una
voz alta, clara y repleta de seguridad que dijo: “Por las hojas”. Todos los
niños se volvieron hacia Miguel pues era la primera vez que participaba en
clase. Marcos sonrió de manera cómplice. Yo me quedé unos minutos traspuesta. Pedí
que me repitiera la respuesta para asegurarme de que había sido él quien había
hablado y escuché de nuevo: “Por las hojas”.
Miguel y Marcos siguieron juntos
hasta acabar primaria. Nunca más hubo ni fugas ni escuderos, si es que los hubo
alguna vez, estuvieron siempre a la misma altura. Este, sin duda, fue uno de
mis mayores logros académicos pero soy consciente que el mérito lo tuvo Miguel,
el viento y, sobre todo, los árboles.
Este texto está dedicado a tod@s los maestr@s del mundo para l@s que sus alumn@s no son mercancía con la que mercadear. Dedicación especial a mi primera maestra, la señorita Pili, allá donde esté.
No hay comentarios:
Publicar un comentario