Historia de una
carta de amor
Juan era un joven bastante
travieso y curioso, desde niño lo había sido. Esta última cualidad le llevaba a
fisgonear la casa entera de su familia siempre que se encontraba solo, cosa
algo difícil teniendo en cuenta que en la misma vivían diez personas. Para
estas fechorías contaba con la complicidad de sus dos hermanas pequeñas gemelas
pero siempre que podía lo hacía de manera individual, así no tenía que
compartir sus descubrimientos con aquellas. El día grande de las fiestas de
verano coincidía con su cumpleaños. Él estaba acostumbrado a recibir solo unos
insípidos comentarios del tipo “Qué cumplas muchos más” o “Los regalos los
recibirás después del día de la Virgen”. Como un ritual ancestral toda la
familia se preparaba para ir a recibir la imagen de la patrona del lugar pero
ese año él vio la oportunidad adecuada para hacer uno de sus registros
quedándose atrás con la escusa de que algo le había sentado mal en al comida.
Una vez que todos dejaron el
hogar familiar se puso manos a la obra en su búsqueda de tesoros familiares.
Con la maestría acumulada de anteriores acciones empezó por la habitación de
sus padres, pero lo único que encontró fue la el eterno rosario de la abuela y
poco más, nada novedoso. Siguió por la habitación de sus hermanos mayores pero
allí volvió a toparse con la bolsa de marihuana de Carlos, pensaba que nadie
sabía que consumía hierba pero él estaba al tanto de esta costumbre desde hacía
años, y las fotos que Fernando acumulaba en fuera sus álbumes, estas siempre le
hacían perder tiempo pero no podía resistirse a verlas una y otra vez. De
pronto se acordó de que hacía ya unas cuantas veces que no revisaba el trastero
con sus baúles y estanterías llenas de cajas y cacharros antiguos y llenos de
polvo. A sabiendas de que se ensuciaría y tendría que volver a asearse se
dirigió hacia este lugar de la casa. Casi por casualidad se percató de que el
fondo del viejo baúl de pino había una pequeña caja de café. Para su decepción
estaba llena de botones viejos de todos los tamaños y colores además de unos
cuantos juegos de agujas de hacer ganchillo. El ladrido de Judith, la setter de
la familia, al entrar en la instancia le asustó y para cuando quiso darse
cuenta el suelo del trastero estaba repleto de botones y agujas mientras que la
caja había quedado boca arriba abierta de par en par. Fue en ese momento cuando
se percató de que en el fondo metálico de la misma había un papel pegado con
una pequeña tira de esparadrapo. Arrancó el papel con la delicadeza de las manos
de un ladrón de joyas y lo desplegó. Sentado en el suelo rodeado de botones y
en compañía de la perra comenzó a leer:
“Señorita Juana:
Muy distinguida señorita, en las
pocas ocasiones que he tenido de hablar con usted me he quedado prendado por su
distinción, belleza y elegancia. He podido apreciar que tiene usted un gran
corazón además de una gran ilustración, cualidades poco comunes en estos días
que corren. Esto me ha llevado a la conclusión de que es usted tan hermosa de
cuerpo como de alma.
He tratado de ser lo más comedido
posible a la hora de expresar mi viva inclinación hacia usted desde el mismo
día que nos conocimos así como el amor que siento por tan encantadora amiga. Ya
han pasado más de dos meses de nuestro último encuentro y, debido a esta falta
de ocasiones, me ha sido imposible declarar verbalmente mis sentimientos hacia
usted. Por esta razón hoy le escribo esta misiva para ofrecerle mi cariño y
manifestarle que la amo con las intenciones propias de todo hombre honrado.
Si tuviera la suerte de que la
decisión de usted fuera favorable intentaría lo antes posible formalizar
nuestra relación ante sus padres para que podamos disfrutar libremente de tanta felicidad. En
paciente espero su decisión, su servidor: Manuel Díaz”
Juan no se percató de que tenía
la cara bañada en lágrimas hasta que no sintió la áspera lengua de Judith
humedeciéndole la mejilla. Sin duda alguna esta carta era el mayor de los
tesoros que podía haber encontrado nunca. Era la epístola que mando su abuela a
su abuela para pedirle formalizar su relación. Las lágrimas que habían corrido
por su cara a ese momento habían sido de emoción de pronto se tornaron en
lágrimas de tristeza al recordar que su abuela no sabía ni leer ni escribir.
Aquella jornada festiva no salió
a la plaza del pueblo a celebrar tanto su cumpleaños como la verbena popular.
Después de recoger botones y agujas se despidió de la setter. Se dirigió a su
habitación, metió en su caja secreta tanto la carta como un par de botones y un
juego de agujas de ganchillo y se quedó tirado encima de la cama mirando al
techo con la mente en blanco. Desde aquel día siempre soñó con escribir cosas
tan fascinantes como aquella carta y se prometió a sí mismo que aprendería a
hacer manteles y colchas de hilo como las que hacía su querida abuela Juana.
(Dedicado a mis abuelos maternos Aurora y Andrés)
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