TRANSFORMACIÓN
Me pasé tanto tiempo recibiendo halagos de Ese al que reza
hoy la mayoría de la humanidad, que me aburrían las impertinencias de aquellos
que me pedían que intercediera por sus intereses en su presencia. En el fondo,
a cualquiera de estos pedigüeños lo único que les empujaba a rogar era la más
infame de las envidias, si es que esta se puede calibrar de alguna manera. Así
que para evitar sus requerimientos y la grandilocuencia de Aquel que me creó
como la luz más bella, pasaba jornadas y jornadas enteras paseando por el Edén,
caminando de aquí para allá durante el día hablando con los pobladores de este
singular espacio hasta hacerme amigo íntimo de la serpiente, siempre a la
espera de alcanzar la flor que nace a la luz de la luna durante pocas noches.
Jamás he sentido semejante atracción por nada.
Después de incontables madrugadas, permanecí inmóvil delante
de aquel impenetrable rosal, contemplando cómo la más bella de las flores
surgía en sus profundidades, arropada por aquella maraña de espinas, hojas y
ramas. Era de un negro tan puro que me hechizaba solo con mirarla. Permanecí rígido de emoción
hasta convencerme de que aquel ser fascinante no podía crecer más. Entonces,
con mi brazo, fui apartando todo aquello que le servía de barrera protectora,
al tiempo que gotas de sangre resbalaban por el blanco de mi piel. Aguanté el
mayor de los dolores antes sentido hasta extender mi dedo índice y, con la uña
del mismo, cortar el tallo de tan hermosa flor.
Henchido de emoción, y con la única intención de ofrecérsela
como presente a mi creador, corrí como un poseso hasta su presencia. Cuál fue
mi sorpresa que, en un ataque más de soberbia, y sin que yo me hubiera
enterado, había convocado a todos los seres que habitaban aquellos parajes. No
faltaba nadie, unos a sus pies, otros encima de las nubes y alguno a su
espalda. Al notar mi presencia, pude contemplar su frente y su mirada
inquisitiva, pues yo, el ser de luz más bella y pura que jamás hubo creado, le hacía
esperar y peor aún, sin que fuera consciente de ello. A sabiendas de su
carácter colérico, me fui acercando poco a poco con el brazo maquillado de
puntos rojos y la rosa negra prendida en mi mano. En tanto que avanzaba, todas
las miradas se posaban en aquellos pétalos oscuros, arrebatándole el
protagonismo al mismísimo Creador. Casi a punto de entregarle mi regalo, Él
preguntó con toda la furia de sus pulmones: «¿Quién como yo?». Todas las miradas volvieron a posarse en su semblante. Un silencio
aplacó suspiros, y una corriente de aire gélido heló gestos. Sin pensarlo
demasiado, con esa permisibilidad que siempre me había concedido, contesté un
simple y rotundo «Yo».
Él le soltó un manotazo a la rosa enviándola al
rincón más lúgubre del universo. Y sin apenas un segundo de diferencia, me
señaló acusándome de una insolencia desconocida hasta ese instante por mi parte.
Mostró toda su fuerza, ira y poder para arrojarme desde lo más alto del cielo a
lo más insondable del inframundo. Mientras descendía, aquellos que yo
consideraba mi cohorte caían conmigo. Y no solo eso, mi piel blanca se fue
tornando en un rojo intenso, y mi propio físico se transformaba de tal manera
que el anterior ha quedado escondido al lado mi anhelada rosa negra. Ya pocos
me recuerdan como Luzbel, pues, desde aquel momento, la mayoría temen mencionar
mi actual nombre, Lucifer.
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