EL ESPEJO
Casi sin darse cuenta, a muy corta edad, se percató de que,
para bien o para mal, ciertas obras de arte le agitaban pensamientos, vísceras
y sentidos. Como cualquier niña nacida en el seno de una familia católica, sus
primeros encuentros con eso que llaman arte fueron a través de la pintura, la
escultura y la arquitectura, siendo esta última la que más le fascinaba, sobre
todo, por las proporciones tan diametralmente distintas entre su estatura y
aquellos campanarios. Algunas de las imágenes y los cuadros que encontraba por
casa o en la iglesia le resultaban seductoras y terroríficas a partes iguales, mientras
que otras sumergían todo su cuerpo en algo inexplicablemente reconfortante. Más
tarde, los años la colocaron frente a la música y a la literatura, y ya no hubo
vuelta atrás. Años que tiraron de la cuerda de su vida hasta pisar museos,
catedrales, exposiciones de pintura o fotografía, presentaciones de libros, conciertos,
edificios antiguos y modernos, salas de cine, palacios y castillos. Con cada
uno de estos lugares o momentos se acrecentaba su pasión por el arte, al tiempo
que engrosaban un espantoso vacío interno, producto de la búsqueda de la razón
por la que este es igualmente ensalzado que despreciado.
Por verla en sus libros de historia, enciclopedias o en
fotografías de amigos que habían visitado la ciudad italiana donde se halla, conocía
la escultura del maestro renacentista desde su adolescencia. Y no paró hasta
lograr viajar hasta ella. Entró en el museo, avanzó por un pequeño hall y
torció la esquina que conducía a un largo pasillo flanqueado por un número par
de asombrosas esculturas de dioses y reyes enfrascados en su grandilocuencia.
Todos parecían ejercer de simples damas de honor ante la novia que, situada al
fondo, presidía el corredor. Los más de cinco metros de altura y sus más de
cinco toneladas de mármol se tradujeron en una parálisis física y mental acrecentada
con cada paso que la conducían lentamente ante aquel coloso desnudo cuya cabeza
de pelo rizado casi rozaba la cúpula que le servía de aureola. Una vez sentada
a sus pies, poco le importaron los empujones y reproches que impedían el avance
de los demás visitantes, pues comprendió el verdadero poder del arte, la causa
de su rechazo o admiración, el argumento para su destrucción o glorificación.
El arte es el espejo donde se reflejan todas las virtudes y
cada una de las vilezas de la humanidad. Al igual que cualquier espejo, desconoce
la mentira, y evidencia una sinceridad pasmosa acerca de las miserias,
alegrías, rutinas, fantasías, crueldades o empatías dispensadas por dicho poder.
Su propia verdad es la encargada de donarle con una fuerza terrible y
fascinantemente peligrosa. Motivo por el cual ha conocido el odio de las
llamas, la exaltación de sus dones, la oscuridad del ostracismo o el privilegio
de no perder la memoria.
Desde entonces, ella escribe a solas en una habitación;
moldea en un estudio de escultura; sus pupilas se dilatan cuando se encuentra
delante a los maestros de la pintura; llora con los acordes clásicos y desfasa
con las melodías más ruidosas; pasea por calles y visita edificios; es habitual
de estrenos de cine y se estremece con las viñetas de cómics y libros leídos y
por leer. El arte germinó en su interior, otorgándole un poder despreciable
para egos descomunales, cautivador para admiradores, humilde para bajar de las
nubes y peligroso para aquellos que siempre han tenido como único objetivo
hacer añicos un espejo que, si miente, no es arte.
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