SÁBANAS NEGRAS
Hoy compré unas sábanas negras. El
motivo principal que me ha llevado a decantarme por este color no es otro que
el amarilleamiento de la funda de la almohada producido por el sudor y el calor
que sale de mi cabecita loca cuando sueño, duermo o tengo pesadillas. Mientras
las colocaba sobre el colchón, me he fijado en la foto de mis abuelos que tengo
en la habitación preguntándome si alguna vez se habrían imaginado que este
esqueleto rectangular de madera, epicentro de sus intimidades, que me cedieron
en herencia terminaría algún día teniendo unas sábanas de esta tonalidad. Esto,
como la mayoría de lo referente a nuestros antepasados, será siempre todo es un
misterio sin resolver.
Anoche dormí por primera vez arropado
por esas sábanas negras. Cerré los ojos y, sin quererlo ni beberlo, su runrún
comenzó a moldear mi insomnio. Al principio noté cómo un murmullo lejano e
ininteligible entraba en tropel por mis oídos hasta hacerse entender de manera
cristalina: «La mayor
cualidad del negro es la invisibilidad». Y lo repetía una y otra vez instalando
el desvelo con cada vuelta que me cuerpo daba en busca del descanso. Cuando sentí
que mi cerebro iba a escapar de su cárcel ósea, las sábanas me gritaron: «Perteneces
al bando de los invisibles. Por eso también eres negro».
Mi vigilia logró
sosegarse con esta afirmación al tiempo que mi somnolencia intentaba entender el
significado de ese bando y, sobre todo, quiénes lo integraban. Para cuando me
quise dar cuenta, comenzaron a desfilar ante mí cientos de los cuerpos atormentados
de fugados y desertores de cualquier guerra. Entre todos formaban una estampida
cuya meta era el precipicio de un acantilado sin fondo. Sus manos se aferraban
a mi cabeza y me obligaban a contemplar los brazos extendidos de cientos de
mendigos en su menesteroso día a día y los de otros tantos agujereados por el
lucrativo negocio del polvo. Al mismo tiempo, en mis oídos retumbaba el suspiro
postrero producido por las últimas burbujas producidas por la respiración de un
sinfín de ahogados en su caída libre a las profundidades del mar como final de
su huida hacia un futuro incierto.
Envuelto en sudor,
las sábanas negras mi hicieron viajar en los vagones de La Bestia en tanto que
sus ventanillas me ofrecían un paisaje cuyo trino era el doloroso canto de los cuerpos
y miembros segados por sus ruedas metálicas. Las vías me obligaron a descender teniendo
como parada un campo de refugiados sembrado en el terreno que vio nacer la
vieja civilización helena. Allí me mezclé con decenas de idiomas, rasgos y
facciones. Caminé entre los surcos de su plantación de tiendas maltrechas
regadas con drogadicción, hambre, angustia y enojo. Me arrastré por sus túneles
de salida, salté por encima de sus vallas, soborné a los guardias a cambio de
mi cuerpo. Y de este modo, envuelto en sábanas negras, me evadí hasta camuflarme
con una oscuridad en la que solo resaltaba una estrella de ilegal cosida a mi
espalda.
Galopé enfundado en
mi halo de luto y solo frené cuando mis súplicas se mezclaron con los gritos de
cientos mujeres violadas por la religión antes de que el desierto se tragara sus cuerpos. A ellos se unieron los alaridos de
miles de homosexuales humillados que colgaban de las sogas infinitas de cualquier
creencia única y verdadera. Delante de un millar de transexuales ultrajadas por
el culto de su vecindad, las lágrimas de centenas de niñas entregadas en mano
por la tradición de los que decían ser sus antepasados se sumaban a la caída libre
al centro de la nada de incontables esclavos mecidos por el eco de otras tantas
voces goleadoras.
Aferrado codo con
codo con cada uno de ellos contemplé el abandono de la prensa, la estadística
de la sinrazón, el olvido de sus almas, la desidia de la sociedad, el desprecio
de sus recepcionistas, la prórroga de la esperanza, la carencia de humanidad
por parte de sus anfitriones y, sobrevolándolo todo, la omisión de socorro de
siglos de Historia.
Hoy compré unas
sábanas negras que, como todo lo negro, tienen como mayor cualidad la
invisibilidad.
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