CARAMELOS
La Sasa pasó de alegrar los desayunos
de muchos hogares del pueblo pregonando los churros que cargaba en su canasta
de mimbre de doble apertura al grito de: «Calentitu, calentituuu» a vender
chucherías en una de las casetas que el ayuntamiento le cedió en la plaza
después de quedarse coja, medio sorda y tuerta. La chiquillería del lugar se
aprovechaba de las circunstancias para marearla unas veces hablándole bajito,
otras despistándola y algunas más dándole tales voces que debían retumbarle
como el amasijo de bombas que vivió durante la guerra. La estrategia estaba
clara, mientras parte del grupo la despistaba, los demás metían las manos por
donde podían para hacerse con el botín de chicles, caramelos, regalices o
aquello que alcanzara sus brazos infantiles. Todos creían que la mujer no se
daba cuenta de sus saqueos, pero estaban totalmente equivocados. Ella se lo
permitía; primero, porque hacía tiempo que tenía una paga por viudedad y,
segundo, porque qué mejor que pasar sus últimos años siendo la protagonista de
las hazañas de pillaje de los niños y las niñas del pueblo. La cuestión es que,
por una cosa u otra, su caseta, la azul en medio de las otras dos verdes,
siempre estuvo rodeada de varias generaciones del municipio. Con el paso del
tiempo, los mayores fueron cambiando los caramelos y los Peta Zetas por
librillos de papel, paquetes de tabaco y mecheros que seguían comprándoselos a
ella y no a los demás.
El día que la Sasa murió se llevó
consigo todas las conversaciones, intimidades, declaraciones de odio y amor,
promesas y traiciones que cientos de los entonces ya adultos vivieron alrededor
de los cuatro costados de su caseta. Ahora los desayunos son bombas caloríficas
industriales, el tabaco te lo escupe una máquina que solo sabe agradecerte tu compra
con una frase de índole robótico y aquellos y aquellas que no hicieron caso del
consejo que ella les daba en forma de: «Ten cuidado con lo que vas a echar al papel de fumar» sucumbieron a la sucia gota que cabalga
por el papel de plata achicharrada desde abajo por un mechero de muy dudable
procedencia.
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