martes, 1 de diciembre de 2020

Texto Mandrílico Diciembre 2020

 

DINERO NEGRO


El olvido, ese gran traidor a la verdad, es el encargado de que cada generación de humanos piense que es la más moderna, la mejor hasta el momento, la auténtica, la menos o más cruel, según se mire al ombligo o a las manos, la que se burla de las anteriores acusándolas de ignorantes y fanáticas, pero, sobre todo, la más bellamente soberbia. Los años pasan esterilizando ese cúmulo de ideas y sensaciones hasta que son engullidos con igual voracidad por aquellos que se autoproclaman como nuevos reyes de la humanidad. Entonces, solo queda la memoria, la misma de la que yo voy a hacer uso para contaros este relato que os hará recordar que todos, absolutamente todos, habéis formado parte, queriendo o sin querer, de esto que se agolpa en mi cabeza.

Hace mucho tiempo, tanto que ni siquiera existía el término mucho, ni poco, conocí a un ser en un cruce de caminos. Después de llevar horas conversando de manera amigable, ignorante de mí, tuve la osadía de preguntarle su nombre. Él sonrío, a sabiendas de que esa curiosidad innata en nosotros le daba pie a expresarse tal y como era. Dijo llamarse Látigo. Me atrevo a prometer que en mi larga trayectoria anterior me había topado con seres y sentimientos de muy distinta índole, mas este sobresalía por su novedosa y conspiradora arrogancia. Siguió presentándose como alguien que formaba parte de la historia de un hijo que, sin mala intención alguna, fue obligado por sus hermanos a entrar en la tienda de su padre cuando este estaba borracho, encontrándoselo desnudo por los efectos del alcohol. De pronto, cambió la versión de su origen hasta llegar casi al abismo de lo conocido y fanfarronear con riquezas, guerras y poder. Aburrido, me levanté de mi aposento arenoso y caminé con la intención de dejar atrás todas sus ínfulas y altanería. Con cada intento mío por alejarme, él se erguía, tieso como una cobra y, de igual manera, dejaba que diera los pasos suficientes hasta creer sentirme seguro y se abalanzaba sobre mis tobillos arrastrándome hasta que mis nalgas volvían a posarse en el mismo lugar donde lo había encontrado. Una huida mía iba seguida de un regreso y una versión nueva de su procedencia. Todas competían por ser la más sangrienta, y cuanto más sangre y dolor, más larga se hacía su narración.

Me retuvo tantas veces en aquel cruce con su verborrea que no fui consciente del paso del tiempo hasta que por su boca comenzaron a salir nombres de niños, mujeres, ancianos y hombres de distintas edades, razas y procedencia. Mencionaba a uno y aparecían cientos, qué digo, miles, más que miles. Se acercaban desde todas las direcciones remolcando sus caras huesudas, la mayoría sin dientes, ojos, orejas o dedos y arrastrando sus cuerpos de espaldas obscenamente surcadas. Otro estallido suyo en el aire y el tumulto aumentaba a la par que reía ensanchando su pecho, no de aire, sino de hambre, pobreza, miedo y torturas. Ya no le era necesario paralizarme por los tobillos, la sola presencia de aquella gente susurrándome en idiomas que ni yo mismo recordaba me mantenía pegado al suelo.

A una orden suya, igual que aparecerían se esfumaban hasta volver a repartirse por todos los confines del mundo. Aproveché uno de esos instantes para mezclarme entre ellos y desaparecer como si fuera uno más. Corrí durante siglos y conocí muchas civilizaciones, más de los que os cuentan en esos libros que llamáis de historia, escritos, precisamente, por los acólitos del látigo. Pero, por más que corro e intento escabullirme, él siempre da conmigo. Erguido, me mira con esos ojos fraudulentos, me toca con sus manos manchadas de monedas ordenándome volver al cruce de partida. Durante mi obediente y cabizbajo regreso me pregunto por las razones de mi mansedumbre. Con cada vuelta el paisaje cambia. Ahora es un circo, luego plantaciones, en muchos casos palacios, en otros tantos minas, bosques o desiertos, cuando no burdeles, entre cuatro paredes o al aire libre, o un sinfín de pateras o cayucos. Cualquiera de ellos me vierte hasta rellenar una vasija donde protagonizo, una tras otra, la beoda tragedia de desprecio, horror y humillación en la que se ha convertido mi vida. En todas subsisto entonando la misma cantinela con la intención de escapar de esta pesadilla. Se trata de una melodía compuesta, nota a nota, con cada chasquido que él da al viento. De este modo, llego al estribillo machacón que, constantemente, me recuerda que soy un esclavo al que explotan de sol a sol mientras los billetes salen de mis costillas, sin entrar en mi faltriquera, para atiborrar el insaciable buche del látigo.

Pensaréis que soy un maleducado por no haberme presentado. Os puedo decir que, después de tantos siglos, tengo millones de nombres, pero todos se resumen en uno, Dinero Negro.


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