DINERO NEGRO
El olvido, ese gran traidor a la
verdad, es el encargado de que cada generación de humanos piense que es la más
moderna, la mejor hasta el momento, la auténtica, la menos o más cruel, según
se mire al ombligo o a las manos, la que se burla de las anteriores acusándolas
de ignorantes y fanáticas, pero, sobre todo, la más bellamente soberbia. Los
años pasan esterilizando ese cúmulo de ideas y sensaciones hasta que son
engullidos con igual voracidad por aquellos que se autoproclaman como nuevos
reyes de la humanidad. Entonces, solo queda la memoria, la misma de la que yo
voy a hacer uso para contaros este relato que os hará recordar que todos, absolutamente
todos, habéis formado parte, queriendo o sin querer, de esto que se agolpa en
mi cabeza.
Hace mucho tiempo, tanto que ni
siquiera existía el término mucho, ni poco, conocí a un ser en un cruce de
caminos. Después de llevar horas conversando de manera amigable, ignorante de
mí, tuve la osadía de preguntarle su nombre. Él sonrío, a sabiendas de que esa
curiosidad innata en nosotros le daba pie a expresarse tal y como era. Dijo
llamarse Látigo. Me atrevo a prometer que en mi larga trayectoria anterior me
había topado con seres y sentimientos de muy distinta índole, mas este
sobresalía por su novedosa y conspiradora arrogancia. Siguió presentándose como
alguien que formaba parte de la historia de un hijo que, sin mala intención
alguna, fue obligado por sus hermanos a entrar en la tienda de su padre cuando
este estaba borracho, encontrándoselo desnudo por los efectos del alcohol. De
pronto, cambió la versión de su origen hasta llegar casi al abismo de lo
conocido y fanfarronear con riquezas, guerras y poder. Aburrido, me levanté de
mi aposento arenoso y caminé con la intención de dejar atrás todas sus ínfulas
y altanería. Con cada intento mío por alejarme, él se erguía, tieso como una
cobra y, de igual manera, dejaba que diera los pasos suficientes hasta creer
sentirme seguro y se abalanzaba sobre mis tobillos arrastrándome hasta que mis
nalgas volvían a posarse en el mismo lugar donde lo había encontrado. Una huida
mía iba seguida de un regreso y una versión nueva de su procedencia. Todas
competían por ser la más sangrienta, y cuanto más sangre y dolor, más larga se
hacía su narración.
Me retuvo tantas veces en aquel cruce
con su verborrea que no fui consciente del paso del tiempo hasta que por su
boca comenzaron a salir nombres de niños, mujeres, ancianos y hombres de
distintas edades, razas y procedencia. Mencionaba a uno y aparecían cientos,
qué digo, miles, más que miles. Se acercaban desde todas las direcciones remolcando
sus caras huesudas, la mayoría sin dientes, ojos, orejas o dedos y arrastrando
sus cuerpos de espaldas
obscenamente surcadas. Otro estallido suyo en el aire y el tumulto aumentaba a
la par que reía ensanchando su pecho, no de aire, sino de hambre, pobreza,
miedo y torturas. Ya no le era necesario paralizarme por los tobillos, la sola
presencia de aquella gente susurrándome en idiomas que ni yo mismo recordaba me
mantenía pegado al suelo.
A una orden suya, igual que aparecerían
se esfumaban hasta volver a repartirse por todos los confines del mundo. Aproveché
uno de esos instantes para mezclarme entre ellos y desaparecer como si fuera
uno más. Corrí durante siglos y conocí muchas civilizaciones, más de los que os
cuentan en esos libros que llamáis de historia, escritos, precisamente, por los
acólitos del látigo. Pero, por más que corro e intento escabullirme, él siempre
da conmigo. Erguido, me mira con esos ojos fraudulentos, me toca con sus manos
manchadas de monedas ordenándome volver al cruce de partida. Durante mi
obediente y cabizbajo regreso me pregunto por las razones de mi mansedumbre.
Con cada vuelta el paisaje cambia. Ahora es un circo, luego plantaciones, en
muchos casos palacios, en otros tantos minas, bosques o desiertos, cuando no burdeles,
entre cuatro paredes o al aire libre, o un sinfín de pateras o cayucos.
Cualquiera de ellos me vierte hasta rellenar una vasija donde protagonizo, una
tras otra, la beoda tragedia de desprecio, horror y humillación en la que se ha
convertido mi vida. En todas subsisto entonando la misma cantinela con la
intención de escapar de esta pesadilla. Se trata de una melodía compuesta, nota
a nota, con cada chasquido que él da al viento. De este modo, llego al
estribillo machacón que, constantemente, me recuerda que soy un esclavo al que
explotan de sol a sol mientras los billetes salen de mis costillas, sin entrar
en mi faltriquera, para atiborrar el insaciable buche del látigo.
Pensaréis que soy un maleducado por
no haberme presentado. Os puedo decir que, después de tantos siglos, tengo millones
de nombres, pero todos se resumen en uno, Dinero Negro.
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