EL ESPURGAGÜEYES
—Estaba una mañana de principios de verano un espurgagüeyes
saltando de lomo en lomo de las ovejas. En el suelo, los langostos,
las hormigas y los escarabajos huían para no ser pisoteados por la tropa de
pezuñas que avanzaba sin descanso engullendo el poco pasto que encontraba antes
de la llegada de la canina. En estas viajaba el pájaro blanco acercándose a la orilla del río; encaramado
en su carro de lana tirado por cientos de cascos. Las ranas saltan de miedo, el
picapez se toma un respiro en sus chapuzones, los juncos se doblan entre tanta
pata y las pardillas se mueven más deprisa que nunca. Él brinca aleteando de un
espinazo a otro evitando pisar el suelo. Con las barrigas hinchadas, las
merinas toman el camino de vuelta buscando la sombra de los pinos. El autillo,
posado en el quejigo, abre un ojo y sueña con el otro, abre este y se queda
hecho un cesto con aquel, así una y otra vez hasta que el murmullo de las
pisadas, por fin, le entra por un oído y le sale por otro.
Ahora el sisón deja su almuerzo de semillas y bichos, se
aparta a un lado y mira con el pico torcido a su pariente lejano de alas
blanquecinas que, desde el meneo de su pedestal, lo deja atrás con actitud
altiva. El descuido le sale caro al estepario; sus plumas se esparcen por el
aire a la vez que las garras del halcón apresan su cuerpo. Todo pasa como un
relámpago, pero el inquilino de las ovejas contempla la escena sin ahuecar un
ala. Al llegar alrededor de las encinas, lo rabilargos se quejan atronando con
su orquesta de gorjeos y chillidos. El rebaño frena el avance conforme la
sombra se encoge y el cuerpo de un enorme jabalí agranda su espanto. Ni
siquiera el repentino aspaviento consigue desmontar al pájaro caballero que, al
ritmo de la carrera, bota de esta a la otra oveja hasta que, todas a una, se
detienen al lado del nogal derribado por un rayo hace años, el mismo que hace
de linde con el vivar que los conejos tienen entre las retamas. Cuando vuelve
la calma, salen de sus madrigueras una docena de hocicos nerviosos husmeando el
viento. Nada por aquí, nada por allí; me agacho para roer un poco de hierba y
cabeza arriba con las orejas siempre empinadas. Salta el zorro que, pacientemente,
esperaba su turno y… ¡zas! Conejo para almorzar.
Con la canícula subiendo y el solano arreciando, las merinas más
afortunadas se pegan al tronco del viejo alcornoque girando con la lentitud que
la aguja de su sombra les marca; las de la rabera se apelotonan enterrando sus
cabezas unas con otras y despeñando sus cuartos traseros entre la solanera. El espurgagüeyes
cambia su posadero de vellón por una rama del alcornoque pegada al agujero
donde el lirón se echa la siesta. Desde su nueva atalaya, percibe un movimiento
entre las jaras. Algo pardo, negruzco de ojos amarillos como el Sol y colmillos
blancos como la Luna, se arrastra panza al suelo como si fuera una culebra. La
curiosidad del pájaro le hace posarse de nuevo en los cuadriles de las pelotonas.
Ellas no perciben a su invitado, él se acerca cada vez más. Treinta metros,
veinticinco, veinte y el boquiano se alza como una estatua salida de la
nada… Ahora a dormir, que mañana hay que despertarse temprano para echar de
comer a las gallinas.
—¿Y qué pasó con el pájaro, las ovejas y el lobo? Así nunca
sabré cómo acaba.
—Mañana te cuento el final.
—Siempre me dices lo mismo y luego nada. Pues mañana empiezas
por el final que lo demás ya me lo sé de memoria.
En los sueños de Carmen habitan todos y cada uno de los
animales de la dehesa; desde el diminuto ratón hasta el bello lince, pasando
por el ruiseñor cantarín y la escurridiza gineta hasta llegar a la ágil
golondrina y el lagarto altanero. Ella los coloca en cada tramo del cuento y,
justo cuando el final se aproxima… siempre, siempre se despierta.
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