“La Tierra está sorda” decía aquel poeta que descubrí
cuando, en una de mis salidas nocturnas, rebuscando en la basura de otro de los
contenedores de obra de Lavapiés, me topé con una gran bolsa repleta de
revistas y libros. He de decir que aquella noche me quedé sin comer pues mis
compañeros de espacio, como cada jornada, volvieron con mayor o menor cantidad
de ese sustento desechado por esos ojos ávidos por descubrir sabores nuevos
plasmados en una publicidad bien colorida, y yo, según ellos, sólo con un
montón de papeles. Una suerte ser ecuatoriano y poder leer con facilidad aquel
tesoro, no tanta cuando me obligaron a deshacerme de parte del botín por ocupar
un espacio pensado para satisfacer un hambre puramente física. Perdí varios de
los pocos kilos en los que se había convertido mi despreocupado cuerpo
conociendo qué ocultaban aquellas publicaciones. Cada vez que la oscuridad de
la gran urbe atravesaba la lóbrega puerta, esto es, una simple plancha de
madera con cuatro bisagras mal puestas, una cadena y un candado, de nuestro
deselectrizado y marchito espacio, me sumergía entre la duda de buscar alimento
o permanecer encerrado en compañía de roedores de distintos tamaños e insectos
de especies varias.
En estos sitios no te permiten permanecer demasiado
tiempo si no aportas algo a los estómagos, los cerebros se usan para recopilar
una comida que otros llegan a llamar basura, pero que, para nosotros, es eso,
literalmente. Armando, alguien lo más cercano a un amigo que se puede tener en
estos subsuelos de los suburbios humanos, no estaba dispuesto a dejarme ser
degollado por párrafos, versos y artículos. Me obligaba a salir antes que él,
momento que aprovechaba para deshacerse de alguna de las piezas de mi hacienda,
para luego regresar juntos y comprobar que no sólo sabía escarbar entre letras.
No tardé demasiado en darme cuenta de la disminución progresiva de mis caudales
explotando cuando descubrí a aquel senegalés que usaba las páginas de la
biografía de Mendel como mecha para calentar el popurrí de comida china que
había descubierto dos horas antes. Yo estallé, pero me convertí en pura
metralla cuando me expulsaron a patadas aprovechando que Armando visitaba a su
nuevo amante pakistaní. En una situación así nunca te esperas que la rabia
ajena vaya más allá de los golpes y se alíe contigo abriéndote la ceja con una
antología del poeta pastor. Mi erario se ha reducido a la mejor de las monedas,
ensangrentada, pero sobresaliente.
“Madre, estoy aprendiendo mucho en esta escuela
española. Me relaciono con personas de todo el mundo que me hacen crecer como
hombre y escritor. Comparto piso con unos compatriotas que me animan a seguir
con esta ardua tarea de asaltar folios en blanco. Contacté con un editor
independiente que ha prometido leer algunos de mis textos. Espero poder
contarte, en mi próxima comunicación, que, por fin, han visto la luz literaria.
Físicamente estoy mejor que nunca. Seguid enviándome vuestros mensajes a esta
dirección de correo. Perdonad si tardo en contestar, pero ya sabes cómo es la
vida de un novelista. Mil besos para todos.”
- - “Perdona, ¿cuánto
te debo por el uso del número ocho?”
- - “Son dos euros,
pero el negro que ocupa el doce me dijo que te invitaba.”
Miré hacia el
lugar de donde prevenía mi obsequio y me encontré con unos enormes ojos oscuros,
un pulgar hacia arriba, un ejemplar en alto y mal cuidado de “La Vuelta Al
Mundo En 80 Días” y una gran boca que me gritaba: “Gracias, compañero. Con este
libro estoy aprendiendo a leer, escribir y hablar el idioma de aquí. Algún día
te pagaré una cena en el chino.”
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