En un sitio demasiado alejado del lugar
más cercano… allí donde el espacio deja de ser infinito para acurrucarse debajo
de un cometa, me dijeron que vivían un jazmín y un tucán. Tal vez, quizá,
fueran un clavel y papagayo aunque también está la versión del colibrí y la
margarita. Sea como fuere, lo que se entiende es que residían en aquel lugar,
aquel que no tiene un solo nombre.
Cada mañana despertaban con el frescor
del rocío. La flor dejaba que el sol evaporara las últimas gotas de éste
mientras el pájaro extendía sus alas para secarlas lo antes posible. Acabado
este ritual echaban a andar henchidos de belleza por los alrededores de tal o
cual galaxia. Una vez se pavoneaban delante del ornitorrinco otras lo hacían en
la cara de la higuera. Hacían de la humillación su altar y desde él miraban con
desprecio a cualquier ser que se cruzara en su camino. Pasaban la tarde
engullendo luz y granos, riéndose de las patas de la cigüeña o destornillándose
de las ramas del zarzal. Así hasta que el ocaso hacía su aparición. De esta
manera, ambos, una con sus hojas y el otro con su estómago, caían rendidos,
hartos como perritos. Dormían a raíz y pluma suelta hasta que el rocío hacía su
aparición despertándoles sin recordar nada de lo soñado. Después… vuelta a
empezar.
Era tal su grandilocuencia, arrogancia y
vanidad que desconocían su verdadera identidad nocturna. Una vez sus pétalos y
ojos se cerraban ella pasaba a ser una magnolia y él un grandioso y oscuro
murciélago. A ella le era imposible trasladarse, aferrada al suelo. Él volaba y
volaba sin rumbo fijo para posarse boca abajo cuando estaba cansado. Los búhos
y lechuzas le asustaban con sus gritos mientras los conejos amenazaban con roer
el tallo de la engreída flor. Pasaban tanto miedo que acababan paralizados y
rígidos, uno con la cabeza a ras del firme, otra con la corola fuertemente
apretada, a punto de estallar. Eran foco de burlas de mosquitos y demás
insectos, de gatos y lobos, todos reunidos a su alrededor pasándoselo en grande
con aquellos dos infelices.
Así era como la creída flor y el
presuntuoso volador despertaban, envueltos en un sudor frío que sólo el más
bello y aterrador de los soles podía evaporar. El día era su tiempo de grandeza
y desprecio para los demás, la noche el foco de tiritiñas y agravios. ¡Pobre
papagayo, colibrí o tucán! ¡Qué desgraciada la margarita, el clavel o el
jazmín! Pensaban que eran los más bellos del lugar sin un solo nombre siendo
los más feos en plena oscuridad, cuando los demás relataban todos los apodos de
tan mágico sitio.
Así fue cómo el jilguero y el cardo me
lo contaron y debe ser cierto pues aquel, con sus ojitos vivarachos, presenciaba
la escena todas las mañanas mientras que éste, con sus espinas, era el jefe de
ceremonias cada noche.
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