Sus señorías desconocen quien soy así como mi
humilde procedencia. Antes de continuar con este testimonio aclararé que fui
educado en las creencias de Jesucristo y su Santa Iglesia por los monjes
franciscanos, los mismos que me enseñaron a leer y a escribir. Nunca salí de mi
ciudad hasta que, llegada la edad, fueron requeridos mis servicios para
defender nuestros reinos de los invasores extranjeros. Acepté de buen gusto
servir a mi rey embarcándome en una de sus naves. Todo fue bien hasta que, en
alta mar, nos encontramos ante miles de
aquellos que, por nosotros y por ellos mismos, se declaraban enemigos nuestros.
Desde el primer instante comprendí que
debía luchar por mi propia vida sin pensar en las formas o en las
consecuencias. Os diré que perdí la noción del tiempo batallando. Aún no sé si
fueron semanas o meses pero qué más da, pues qué son los meses sin las semanas.
Lo único que importaba era permanecer vivo, esquivar sus flechas o balas y
matar a todo aquel que intentara arrebatarme la existencia. Gracias a Dios
salimos victoriosos volviendo y recibiéndonos como héroes allá donde nuestros barcos
atracaban. No fue hasta regresar realmente a mi hogar cuando aquellos pensamientos
empezaron a machacar mi mente como martillo sobre espada en yunque de
herrero. Cuando uno reposa, su cabeza se
rebela y es un constante huracán de recuerdos y vivencias.
La razón de esta misiva no es
otra que explicar las razones que me han llevado a renegar de casi todo aquello
por lo que arriesgué mi vida, aquello que se llevó los mejores momentos de mi
juventud. Durante casi dos años nunca pude parar de pensar y preguntarme quién
era realmente el infiel. Si para aquellos que ardían, se desangraban o
estallaban en pedazos delante de mis ojos era yo el infiel y para todos lo que
sufrieron igual suerte que estos lo eran aquellos, quién es realmente el
infiel. Caí en el pozo de la locura debido a estos pensamientos. Mi estado de
desconcierto me hacía gritar blasfemias continuamente mientras renegaba de la
Santísima Virgen y el fruto de su vientre. Bien es sabido por sus señorías que
los ojos y oídos de la Santa Inquisición son, o deben serlo, similares a los
del mismísimo Dios porque todo lo ven y todo lo escuchan. Fue mi condición de
héroe de esa famosa batalla que venció al
turco la que me sirviera para poder elegir entre la hoguera o las
américas. No puedo decir que fuese exactamente una elección, estoy convencido de que la
imagen de un barco navegando sin más futuro que la línea del horizonte es lo
que me salvó de las llamas.
Llegué al Nuevo Mundo y en mi
primera incursión en la selva deserté. Me hicieron prisionero otros infieles
con los acabé viviendo, no si pasar sufrimientos y penurias durante largas
temporadas, estos últimos años, los mejores de mi vida. Hace poco más de dos días, durante la matanza
que aquellos infieles para los turcos llevaron a cabo sobre estos infieles
medio desnudos, armados con lanzas, flechas y cerbatanas, caí en manos de los
mismos que me trajeron a estas lejanas tierras. Estoy encerrando en esta
mugrienta celda esperando mi última hora sentenciado por infiel. ¡Qué irónica, la vida! Eres un infiel para miles de hombres, luchas contra otros que, desde
temprana edad, te hacen acusar de infieles, saboreas la felicidad de las noches
y los días entre infieles, para acabar, sentenciado por infiel, entre los brazos de la muerte, la
mayor infiel a cualquier clase de vida. Mi último deseo es que estas letras
acaben en unas manos que sean infieles a ciertos actos requeridos por su mente
y no de igual manera que yo, en la infidelidad del fuego que serán unas meras
cenizas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario