lunes, 2 de enero de 2012

Texto Mandrílico De Enero

A pesar de mi negativa de ir al hospital mi compañero de piso no dudó en hacerme entender que aquel dedo fracturado no estaba para muchas tonterías. Después de una breve discusión el dolor empezó a subir desde la mano hasta el hombro. Entonces tuve claro que él tenía razón en su insistencia y que lo mejor sería hacerle caso.

Al entrar en urgencias y enseñar mi dedo roto todo fue como una carrera de velocidad. Acto seguido de rellenar el formulario me cayó la segunda reprimenda, esta vez del doctor de guardia. Que porqué no había ido antes, que cómo me había ocurrido, que si vaya locura de chico. No le presté demasiada atención, el dolor superaba cualquier sentimiento de culpa. Me dieron rápidamente un anestésico. El siguiente paso fueron unas radiografías que sólo acabaron por demostrar lo que estaba a la vista. De allí subí directamente a planta.

Con a penas trascurrida una hora y media desde mi ingreso me encontraba tendido en la camilla del quirófano sin camisa, con un enorme foco iluminando mi cara y una buena cantidad de enfermeras y médicos a mi alrededor. Me rasuraron la axila correspondiente al brazo del dedo roto. Luego sentí como una aguja penetraba en mi hombro mientras una de aquellas enfermeras me decía que aquello era anestesia local. Una vez pasados unos minutos me empezó a apretar la mano mientras preguntaba si sentía algo. Mi respuesta afirmativa tuvo como contra respuesta una nueva inyección, esta vez de anestesia total. Recuerdo como una gran espiral en mi cabeza mientras caía en un profundo hoyo oscuro y poco más.

Cuando abrí los ojos de nuevo lo primero que pedí a gritos fue agua. Me dijeron que no podía tomar nada hasta dentro unas horas, cuando hubiera expulsado mediante la orina y el sudor la mayor parte de la anestesia. Nunca hice caso de esas imágenes de gente perdida en el desierto con los labios agrietados y la garganta seca mientras veían alucinaciones pero puedo asegurar que la sensación era lo más parecida a esta. Al cabo de tres horas, más o menos, la enfermera de planta llegó con un bote de zumo de melocotón, nunca ha sido de mis preferidos pero reconozco que fue ponérmelo en los labios y no pude parar de beber hasta casi asfixiarme. En ese instante fui consciente de que mi dedo estaba escayolado. El yeso me cubría todo el dedo gordo de mi mano derecha y llegaba hasta el codo del mismo brazo. Al mirar mi dedo blanco percibí que un diminuto punto plateado asomaba por fuera del mismo. No supe qué pensar pero todo me quedó claro cuando de nuevo la enfermera me expilcó que me han puesto un clavo de platino y debería estar con él al menos cuarenta días.

Al final no fueron cuarenta sino cincuenta y seis días los que lleve aquella armadura blanca en mi brazo. El momento de deshacerme de ella fue de una ansiedad tal que me dijeron que me estuviera quieto como tres veces. No fue hasta que aquel enfermero me liberó del caparazón de escayola cuando vi como el clavo sobresalía de mi dedo como unos cuatro centímetros. Entonces el encargado de sacármelo cogió una especie de alicate y, como aquel que quita una punta de un tablero, tiró de él sin compasión alguna. Todo acabó igual que empezó, con un terrible dolor del dedo. Y todo sea dicho, cada vez que me cruzo con el enfermero por la calle siento cómo mi estómago se encoge y algo más que un cosquilleo me sube desde la mano hasta mi hombro derecho.

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