Después de muchas lunas sin que cayera una mísera gota de
agua sobre nuestros cuerpos, sobre cualquier tronco o masa vegetal, sobre
cualquier animal, independientemente de su complexión o figura, o sobre
cualquier materia, o masa, que diera forma al contorno de nuestro territorio,
vimos, sentimos, nos alegramos y festejamos aquel maná que caía del cielo como
una cascada infinita. Fue tal nuestro júbilo que todos estuvimos fuera de
nuestros hogares empapándonos como esponjas durante las tres semanas que duró
aquel regalo del firmamento. Es más, marcamos esas fechas en nuestros
calendarios para poder conmemorarlas cada año.
Pero, sin duda alguna, la lluvia no fue lo mejor que pudimos
vivir. ¡Qué va! Lo mejor vino unos cuantos días después. El suelo se puso a
regurgitar de la manera más colorida que jamás habíamos visto. De pronto
pisábamos el manto de un milagro. Todo a nuestro alrededor eran flores de
distinto tamaño, apariencia y figura. Las violetas nos hicieron suspirar de
asombro y las llamamos “Suspiros de Campo”, las rojas eran de un tono tan
intenso que sólo podíamos pensar en la sangre derramada por nuestras heridas,
las bautizamos como “Garras de León”, otras eran de un blanco tan delirante que
alguien no pudo evitar gritar: “¡¡Lirios, lirios!!”, también había unas altas y
esbeltas de hojas amarillas que parecían espejos del mismísimo Sol, mi padre
tuvo la ocurrencia de apodarlas como Girasoles. Así, uno tras otro fuimos
eligiendo aquella que más nos gustaba y la fuimos haciendo nuestra con nombres
que se nos ocurrían o que nuestra cabeza y mente sacaba del profundo pozo de su
memoria. Nuestras bocas hablaban de amapolas, orejas de zorro, carbonillo,
espino, retamilla y muchas, muchas más. Con las flores y sus aromas volvieron los
animales, los insectos y su zumbar, los cuadrúpedos y su trote y los carnívoros
y sus peligros. Nada nos hizo bajar la moral, es más, parecía que la armonía
era la regla primordial de nuestra existencia.
- - Mamá,
¿tú no le pusiste nombre a ninguna flor?
- - Claro
que sí, hija mía.
- - ¿A
cuál?
- - Yo
elegí una que tiene muchas florecillas malvas juntas formando un ramo circular.
- - ¿Y
cómo la llamaste?
- Hice
mi propia ceremonia y las investí con el nombre de Verbena de Arena. Así
podríamos festejarlas cada vez que nos la volviéramos a encontrar en nuestro
camino. Ahora duérmete, mañana tenemos que reanudar nuestra marcha en busca de
agua. Descansa y arrópate bien que las noches son muy frías.
- - ¿Las
encontraremos pronto, mamá? Es que ya llevamos caminando muchas jornadas y no hemos visto nada por encima de estas dunas que no sea este interminable
verano.
- - Ya
queda menos para encontrarlas, confía en mí.
- - Mamá,
algún día me tienes que explicar mejor qué es un hogar y, sobre todo, cómo es
una flor.
- - Sí,
hija. Algún día… algún día.
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