miércoles, 22 de noviembre de 2017

Texto Mandrílico Noviembre 2017




Después de muchas lunas sin que cayera una mísera gota de agua sobre nuestros cuerpos, sobre cualquier tronco o masa vegetal, sobre cualquier animal, independientemente de su complexión o figura, o sobre cualquier materia, o masa, que diera forma al contorno de nuestro territorio, vimos, sentimos, nos alegramos y festejamos aquel maná que caía del cielo como una cascada infinita. Fue tal nuestro júbilo que todos estuvimos fuera de nuestros hogares empapándonos como esponjas durante las tres semanas que duró aquel regalo del firmamento. Es más, marcamos esas fechas en nuestros calendarios para poder conmemorarlas cada año.

Pero, sin duda alguna, la lluvia no fue lo mejor que pudimos vivir. ¡Qué va! Lo mejor vino unos cuantos días después. El suelo se puso a regurgitar de la manera más colorida que jamás habíamos visto. De pronto pisábamos el manto de un milagro. Todo a nuestro alrededor eran flores de distinto tamaño, apariencia y figura. Las violetas nos hicieron suspirar de asombro y las llamamos “Suspiros de Campo”, las rojas eran de un tono tan intenso que sólo podíamos pensar en la sangre derramada por nuestras heridas, las bautizamos como “Garras de León”, otras eran de un blanco tan delirante que alguien no pudo evitar gritar: “¡¡Lirios, lirios!!”, también había unas altas y esbeltas de hojas amarillas que parecían espejos del mismísimo Sol, mi padre tuvo la ocurrencia de apodarlas como Girasoles. Así, uno tras otro fuimos eligiendo aquella que más nos gustaba y la fuimos haciendo nuestra con nombres que se nos ocurrían o que nuestra cabeza y mente sacaba del profundo pozo de su memoria. Nuestras bocas hablaban de amapolas, orejas de zorro, carbonillo, espino, retamilla y muchas, muchas más. Con las flores y sus aromas volvieron los animales, los insectos y su zumbar, los cuadrúpedos y su trote y los carnívoros y sus peligros. Nada nos hizo bajar la moral, es más, parecía que la armonía era la regla primordial de nuestra existencia.

-        -  Mamá, ¿tú no le pusiste nombre a ninguna flor?

-        -  Claro que sí, hija mía.

-         - ¿A cuál?

-     - Yo elegí una que tiene muchas florecillas malvas juntas formando un ramo circular.

-        -  ¿Y cómo la llamaste?

   - Hice mi propia ceremonia y las investí con el nombre de Verbena de Arena. Así podríamos festejarlas cada vez que nos la volviéramos a encontrar en nuestro camino. Ahora duérmete, mañana tenemos que reanudar nuestra marcha en busca de agua. Descansa y arrópate bien que las noches son muy frías.

-      - ¿Las encontraremos pronto, mamá? Es que ya llevamos caminando muchas jornadas y no hemos visto nada por encima de estas dunas que no sea este interminable verano.

-        -  Ya queda menos para encontrarlas, confía en mí.

-        -  Mamá, algún día me tienes que explicar mejor qué es un hogar y, sobre todo, cómo es una flor.


-        -  Sí, hija. Algún día… algún día.

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