miércoles, 13 de septiembre de 2017

Texto Mandrílico Septiembre 2017



Paseas, caminas, deambulas, andas y piensas que cualquiera de estas acciones tiene un punto en común: llegar a tu destino, meta o final. Mientras recorres ese paseo, camino o andanzas sólo llevas algo en tu mente: terminar, acabar, ultimar, finalizar con buen pie tu trayecto. Empiezas con fuerza, desgana, ímpetu, furia, esfuerzo el tramo que llevas tiempo deseando, planeando, calculando, odiando, maldiciendo y todo transcurre con asquerosa, divina, aplastante, alegre normalidad.

Te incorporas a tu puesto de trabajo, vagueas como cualquier día, trapicheas una mañana más, compraste aquel regalo que siempre quisiste llevar de recuerdo o te hiciste con una cartera que sumar a tus logros. Entonces te animas, te hundes en el abismo de la rutina, reseteas el cerebro después de once meses de sobrecarga, sube tu ego de aspirante a cabeza del hampa o inundas tu alma con olores, sonidos, visiones y sabores soñados en mil noches en vela. 

Pagas por comer, sales del albergue, te timan en la cuenta, tu bolsillo no da para otra cosa que no sea una elección dentro de una carta basura, mueves las rodillas al ritmo de la mandíbula o te sientas en un banco a degustar el menú de turista low cost acarreado desde tu hogar vacacional.

Con la tripa llena, engañada, pendiente de saciar, a medio camino entre una sinfonía intestinal y las prisas por pulsar la tecla de pausa vuelves al paseo, camino o andanzas. Te apetecía una tarde de luz y encontraste un agujero negro. Perseguías al siguiente bolsillo de pantalón y chocaste con una camiseta desgarrada. Pretendías hacerte con aquel souvenir que tus compras matutinas dejaron en stock y ahora formas parte del mobiliario de la tienda. Ansiabas salir cuanto antes del curro y acabas haciendo horas extras a la fuerza y sin remunerar. Querías llegar a toda pastilla al siguiente punto de tu itinerario turístico y te frenó en seco el horror de tus obras de arte preferidas yaciendo a tus pies. Dudabas en seguir vagueando hasta el anochecer y, de repente, te conviertes en improvisado camillero. Tu castillo de traficante se derrumba al comprobar que las sustancias que vendes bajo cuerda, las mismas que sirven para paliar por momentos el dolor mental del día a día, carecen de efecto para el cuerpo destrozado de tu última cliente. 

El ir y venir de gentes inmersas en sueños del de aquí y del extranjero, el camino que va desde el dedo del señor alzado en el pedestal por su, moralmente dudoso, descubrimiento hasta el círculo a ras de tierra, mosaico mediante, ha cambiado los pitidos por sirenas, sus pregones por alaridos, las risas por ahogos, sus puestos y tiendas por repentinos hospitales y las prisas por un “se para el mundo, no tuve tiempo de bajarme y todo terminó en un minuto.”


Al día siguiente paseas, caminas, deambulas, andas machacándote la cabeza con la idea de continuar viviendo sin miedo, pero el nudo que se instaló en tu garganta la tarde de ayer será difícil de deshacer. Intentas que pase desapercibido. Te trajearás con él desde que te levantes hasta que te acuestes. Seguirás recorriendo el camino, andanzas o paseo con un único, atroz y estresante empeño: quitarte para siempre esta impuesta, maldita, forzada y perversa corbata.

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