Paseas, caminas, deambulas, andas y piensas que cualquiera de
estas acciones tiene un punto en común: llegar a tu destino, meta o final.
Mientras recorres ese paseo, camino o andanzas sólo llevas algo en tu mente:
terminar, acabar, ultimar, finalizar con buen pie tu trayecto. Empiezas con
fuerza, desgana, ímpetu, furia, esfuerzo el tramo que llevas tiempo deseando,
planeando, calculando, odiando, maldiciendo y todo transcurre con asquerosa,
divina, aplastante, alegre normalidad.
Te incorporas a tu puesto de trabajo, vagueas como cualquier
día, trapicheas una mañana más, compraste aquel regalo que siempre quisiste
llevar de recuerdo o te hiciste con una cartera que sumar a tus logros. Entonces
te animas, te hundes en el abismo de la rutina, reseteas el cerebro después de
once meses de sobrecarga, sube tu ego de aspirante a cabeza del hampa o inundas
tu alma con olores, sonidos, visiones y sabores soñados en mil noches en vela.
Pagas
por comer, sales del albergue, te timan en la cuenta, tu bolsillo no da para
otra cosa que no sea una elección dentro de una carta basura, mueves las
rodillas al ritmo de la mandíbula o te sientas en un banco a degustar el menú
de turista low cost acarreado desde tu hogar vacacional.
Con la tripa llena, engañada, pendiente de saciar, a medio
camino entre una sinfonía intestinal y las prisas por pulsar la tecla de pausa
vuelves al paseo, camino o andanzas. Te apetecía una tarde de luz y encontraste
un agujero negro. Perseguías al siguiente bolsillo de pantalón y chocaste con
una camiseta desgarrada. Pretendías hacerte con aquel souvenir que tus compras
matutinas dejaron en stock y ahora formas parte del mobiliario de la tienda. Ansiabas
salir cuanto antes del curro y acabas haciendo horas extras a la fuerza y sin
remunerar. Querías llegar a toda pastilla al siguiente punto de tu itinerario
turístico y te frenó en seco el horror de tus obras de arte preferidas yaciendo
a tus pies. Dudabas en seguir vagueando hasta el anochecer y, de repente, te
conviertes en improvisado camillero. Tu castillo de traficante se derrumba al
comprobar que las sustancias que vendes bajo cuerda, las mismas que sirven para
paliar por momentos el dolor mental del día a día, carecen de efecto para el
cuerpo destrozado de tu última cliente.
El ir y venir de gentes inmersas en
sueños del de aquí y del extranjero, el camino que va desde el dedo del señor
alzado en el pedestal por su, moralmente dudoso, descubrimiento hasta el círculo
a ras de tierra, mosaico mediante, ha cambiado los pitidos por sirenas, sus
pregones por alaridos, las risas por ahogos, sus puestos y tiendas por
repentinos hospitales y las prisas por un “se para el mundo, no tuve tiempo de bajarme y todo terminó en un minuto.”
Al día siguiente paseas, caminas, deambulas, andas
machacándote la cabeza con la idea de continuar viviendo sin miedo, pero el
nudo que se instaló en tu garganta la tarde de ayer será difícil de deshacer.
Intentas que pase desapercibido. Te trajearás con él desde que te levantes
hasta que te acuestes. Seguirás recorriendo el camino, andanzas o paseo con un
único, atroz y estresante empeño: quitarte para siempre esta impuesta, maldita,
forzada y perversa corbata.
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