Llegaste con cierto retraso mientras la luz milenaria
inundaba tus ojos convirtiéndote en vieja.
Creciste en un mundo plagado de adultos que solucionan los
problemas a base de guerras y transforman la infancia en vejez.
Adolescencia de boca abierta a la espera del consuelo vital
para aplacar el hambre endémica de los tuyos. Como única recompensa, la blanca
redondez de una antigua religión que prometerá engordar tu espíritu por los
siglos, pero no tu cuerpo.
Juventud de procesiones, amores clandestinos y boda temprana
con un hombre algo mayor que tú.
Madre de un hijo, viuda para dos y apoyo moral de otros
cuatro, cuidaste de tus padres hasta su definitivo adiós.
Años de soledad y preocupación te llevaron, paso a paso y de
la mano, a atravesar las puertas de la senectud.
Ahora que te has ido, que no te veo, ni te oigo, ni siento tu
aliento en mi cara, en este instante en el que percibo cómo te diluyes para
siempre, soy más consciente que nunca de que he sido, soy y seré un viejo.
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