LA MEDALLA
Hasta los dieciséis mi madre tuvo por costumbre llevarme,
después de la misa dominical, a visitar a la abadesa del convento de clausura
que se veía desde nuestro balcón interior. Durante mi infancia me parecía la
más fabulosa de las visitas. Reconozco que pasaba algo de miedo con todo aquel
recogimiento y silencio, pero eso creaba la suficiente intriga para despertar
mi curiosidad y deseo aventurero. Recuerdo con precisión los polos, siempre de
limón, que mi madre compraba en verano para ella en la heladería cercana y los
trozos de bizcocho, siempre de limón, en invierno de la pastelería de mi tía
Encarnación. Esta siempre añadía unas rosquillas mientras insistía en que no se
nos olvidara decirle que iban de su parte.
Mi interés se centraba en descubrir lo poco que se entreveía
por la celosía que tenía la apertura por donde ellas dos hablaban. Todo
invariablemente aliñado con el susurro de fondo de sus conversaciones donde
siempre resaltaba el interés por la salud de toda mi familia, lo grande y guapa
que iba ser yo de mayor y las novedades acontecidas durante la semana en la
ciudad. Mi madre se dirigía a la abadesa con un “hermana” para arriba,
“hermana” para abajo. La abadesa hacía lo propio con un “mi querida amiga”.
Aquello cambió cuando me convencí de que no iba a descubrir
nada nuevo con la vista cuadriculada que me ofrecía la espalda de la abadesa.
Entonces comencé a centrarme más y más en sus conversaciones. Mi mente adolescente
luchaba por descifrar el laberinto lingüístico que usaban para decirse esto o
lo otro, para contarse aquello o lo de más allá. Claro que conocía a la gente
de la que hablaban: la tía Encarnación y sus rosquillas, los viejos del barrio,
los vecinos y sus quehaceres, mi padre con su humor o lo de mi hermano con su
taxi. Lo que más me sorprendía era la insistencia de mi madre para que la
abadesa saliera algún día de aquel lugar, pero ella siempre se negaba en
redondo.
Estaba totalmente emocionada con la fiesta de mi dieciséis
cumpleaños. Había acudido, entre vecinos, amigos y familiares, más gente que
nunca. Entonces sonó el timbre y mi madre fue como una exhalación a abrir la
puerta. Mis ojos no podían creer lo que estaban viendo: en pleno salón repleto
de personal apareció la abadesa con su indumentaria marrón, sus zapatos negros
y sus arrugas marca de años de clausura. Pidió que la dejaran asomarse al
balcón porque quería ver el convento desde fuera. Allí permaneció inmóvil
durante casi veinte minutos mientras un silencio espeso ocupaba el lugar del
jolgorio anterior a su entrada. Luego se acercó a mí, me regaló una medalla de
plata de la Virgen del Cántaro, que dijo ser de su madre, me deseó feliz
cumpleaños, dándome un beso por mejilla, y se fue por donde había venido.
Mi madre continuó con sus visitas dominicales al convento. Yo
dejé de hacerlo cuando leí los nombres del reverso de la medalla: “Rosa,
Encarnación y Benita”. Sin ser católica, llevo siempre puesta la joya que me
regaló. Es el amuleto que mejor me ha protegido en todos mis viajes, personales
y geográficos. Viajes que jamás se podrán comparar con el corto trayecto que
ella hizo desde el convento hasta mi casa.
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