lunes, 2 de abril de 2018

Texto Mandrílico Abril 2018




LA MEDALLA

Hasta los dieciséis mi madre tuvo por costumbre llevarme, después de la misa dominical, a visitar a la abadesa del convento de clausura que se veía desde nuestro balcón interior. Durante mi infancia me parecía la más fabulosa de las visitas. Reconozco que pasaba algo de miedo con todo aquel recogimiento y silencio, pero eso creaba la suficiente intriga para despertar mi curiosidad y deseo aventurero. Recuerdo con precisión los polos, siempre de limón, que mi madre compraba en verano para ella en la heladería cercana y los trozos de bizcocho, siempre de limón, en invierno de la pastelería de mi tía Encarnación. Esta siempre añadía unas rosquillas mientras insistía en que no se nos olvidara decirle que iban de su parte.

Mi interés se centraba en descubrir lo poco que se entreveía por la celosía que tenía la apertura por donde ellas dos hablaban. Todo invariablemente aliñado con el susurro de fondo de sus conversaciones donde siempre resaltaba el interés por la salud de toda mi familia, lo grande y guapa que iba ser yo de mayor y las novedades acontecidas durante la semana en la ciudad. Mi madre se dirigía a la abadesa con un “hermana” para arriba, “hermana” para abajo. La abadesa hacía lo propio con un “mi querida amiga”.

Aquello cambió cuando me convencí de que no iba a descubrir nada nuevo con la vista cuadriculada que me ofrecía la espalda de la abadesa. Entonces comencé a centrarme más y más en sus conversaciones. Mi mente adolescente luchaba por descifrar el laberinto lingüístico que usaban para decirse esto o lo otro, para contarse aquello o lo de más allá. Claro que conocía a la gente de la que hablaban: la tía Encarnación y sus rosquillas, los viejos del barrio, los vecinos y sus quehaceres, mi padre con su humor o lo de mi hermano con su taxi. Lo que más me sorprendía era la insistencia de mi madre para que la abadesa saliera algún día de aquel lugar, pero ella siempre se negaba en redondo.

Estaba totalmente emocionada con la fiesta de mi dieciséis cumpleaños. Había acudido, entre vecinos, amigos y familiares, más gente que nunca. Entonces sonó el timbre y mi madre fue como una exhalación a abrir la puerta. Mis ojos no podían creer lo que estaban viendo: en pleno salón repleto de personal apareció la abadesa con su indumentaria marrón, sus zapatos negros y sus arrugas marca de años de clausura. Pidió que la dejaran asomarse al balcón porque quería ver el convento desde fuera. Allí permaneció inmóvil durante casi veinte minutos mientras un silencio espeso ocupaba el lugar del jolgorio anterior a su entrada. Luego se acercó a mí, me regaló una medalla de plata de la Virgen del Cántaro, que dijo ser de su madre, me deseó feliz cumpleaños, dándome un beso por mejilla, y se fue por donde había venido.

Mi madre continuó con sus visitas dominicales al convento. Yo dejé de hacerlo cuando leí los nombres del reverso de la medalla: “Rosa, Encarnación y Benita”. Sin ser católica, llevo siempre puesta la joya que me regaló. Es el amuleto que mejor me ha protegido en todos mis viajes, personales y geográficos. Viajes que jamás se podrán comparar con el corto trayecto que ella hizo desde el convento hasta mi casa.

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