La idea de revolución lleva intrínseca muchos y variados
matices. Unos son notables, como el valor, la lucha por el cambio, la
entrega o la solidaridad, y otros, como los intereses ocultos o la propia
cobardía, igual de miserables que aquellos contra los que se batalla. Recuerdo
la primera vez que, siendo esclavo, me uní a aquella horda de desamparados
dirigidos por un tracio al que nunca llegué a ver la cara. Dos años de
peregrinaje con la libertad anidada en nuestras entrañas y la venganza sentada
a la mesa de nuestros señores esperando para devorarnos a nuestra vuelta. ¿Valió
la pena? Claro que valió la pena, sólo mientras duró, pero la valió.
La Historia avanzó, el mundo siguió su curso y yo cambié de
lugar y el término esclavo por el de campesino, vasallo, colono o soldadesca.
Siglos pasando del bracamarte a la cimitarra para verme rodeado de aquellos que
se alzaron con la intención de acabar con nuestros dolores. Otros dos años de
lucha para cambiar nuestro día a día se quemaron entre las llamas de las de la
criminalización, la huida o el ajusticiamiento como los rastrojos de la cosecha.
De esta forma conseguimos afianzar en el
trono a uno de los mayores emperadores de la humanidad. Sólo me queda la satisfacción
de saber que murió en un monasterio saliéndole la carne de buey por la boca, el
vino por las orejas y la gota por los pies.
No tuve suficiente con enfrentarme al padre que me uní en
contra del hijo, el mismo que, según él, representaba al Espítu Santo y cuya
luz nunca se ponía. Así fue mi estancia en la Granada morisca del católico
emperador. Combatimos para poder vivir bajo nuestras costumbres y terminamos
siendo fieles servidores del invento más genuino de la cristiandad, la
Inquisición.
Pasaron los años y con ellos los siglos y di con mis huesos
en la capital de la Francia más adulterada y viciada por las clases reales.
¡Abajo el absolutismo y el feudalismo! ¡Dejad paso al pueblo y su República!
Esto gritábamos entre pólvora, hambre y esperanza. Sí, vencimos y derrocamos guillotinamente
a nuestros opresores. Luego supimos que habíamos dado comienzo a lo que se dio
por llamar “La Edad Moderna”. También vivimos la implantación del bien nombrado
Terror, la burguesía y, para finalizar, el golpe de Estado que nos llevaría, de
nuevo, a luchar por un emperador de pocos centímetros de altura, pero de
ambiciones extremas. No entrando en mis planes acabar hecho carámbano en las
lejanas tierras del zar, salí corriendo, de nuevo, hacia el sur. Me vi
reflejado en los horrores de la mente de un pintor que plasmó de manera
excepcional aquella guerra que libramos para derrocar al enano emperador galo.
Conseguimos la victoria y con ella la vuelta de nuestro demandado rey. Cuánto
júbilo con su regreso y cuánta represión, muerte, desgracias y ultrajes durante
los años que su culo católico calentó su trono.
Cansado de este maldito continente salté al Nuevo Mundo con
la ilusión de que el término sería más amplio que el original significado de
aquel adjetivo. Ciudades repletas de la misma mugre habitadas por gentes de
religiosidad variada y radical me impulsaron a recorrer las vastas zonas del
interior de aquel incipiente país donde ya prosperaba con fuerza la esclavitud
y la soberbia de un ejército azul subido de tono por su victoria sobre otro
gris. Presionado por todas estas novedades acabé sentado rodeado de hombres que
nunca tomé por salvajes dentro de una tienda hecha de piel de bisonte y
ultimando los detalles para acabar con un rubio de bigote y barba atusados por
la ambición y la crueldad. Y sí, también acabamos con él, y con casi todos sus
secuaces, cambiando el verde amarillento de la pradera por el rojo de sus
venas. Comimos hasta reventar, celebramos hasta que se nos escuchó en todo el
Universo, pero el Gran Espíritu no pudo con las armas posteriores de aquel
celeste ejército. No soporté el hacinamiento, el hambre, el alcohol y la
degradación de aquellos lugares de igual nombre que los grandes vinos. Una gran
raza encerrada en una botella de licor sin nombre en cuyo interior flotan los restos
del naufragio de sus costumbres ancestrales.
Llegó el nuevo siglo y, cómo no, arrancó con una cruenta
guerra a la que llamaron “de las trincheras” aquellos que desconocían el frio
de sus entrañas, los piojos de sus paredes y el aire mortalmente gaseoso de sus
nubes. También, desde mi evitado norte llegó otra revolución. Con ella mataron a
sus arrogantes zares e instalaron en el poder al proletariado y al campesinado.
Lo que desconocían, aunque lo aprenderían con creces, es que de igual forma que
redujeron a cenizas aquella aristocracia afianzaron en la presidencia al dictador
más sanguinario del siglo que sólo consiguió tapar sus crímenes venciendo otro
igual de despiadado, inhumano y atroz.
Viví y estuve involucrado en más revueltas, pues, parece ser,
que este es mi destino. Saludé a Zapata para que fuera asesinado por la
traición. Festejé una República en el mismo país que luego la defendió en una
contienda que, como todas, la perdieron los poetas. Corrí de nuevo por las
calles de un Mayo parisino que acabó engullido por el capitalismo, los
souvenirs y el pijerío. Derrocamos al eterno Sha persa con esperanzas de
cambios en el endémico vivir de aquellas tierras y brotaron, sin haber
derramado ni una sola gota de sudor, unos señores llamados ayatolas que, de no
ser por su indumentaria, bien podrían identificarse con los inquisidores. Me
alcé contra un dictador centroamericano al lado de un ejército conocido como
sandinista que consiguió el poder no para su pueblo sino para que las familias
de sus coroneles sigan gobernando revolcados en la opulencia y el dinero.
Pertenecí a los últimos presos herederos de la lucha antimilitarista de este
Estado y ahora, que todos los hombres jóvenes pueden elegir ser soldados o no,
este mismo Estado se militariza más que nunca porque vivimos en un planeta
globalizado por el desprecio al otro y el resurgir de viejas ideas políticas.
Me alegré cuando la primavera se hizo árabe y, mientras me hacían una
inspección anal como parte de mi acusación por homosexual en Túnez, lloré
desconsoladamente con la puesta en libertad de Mubarak y la interminable guerra
siria.
Una vez contado todo esto, y de machacaros vuestras sienes
con mi vida, puedo deciros que jamás me echaré atrás ante el término
revolución. De igual forma, me sinceraré diciendo que lo que realmente me
aterra, indigna, desespera y pisotea mi terca idea de un mundo mejor es todo lo
que sucede, acontece, crece y llega al poder después de cada una de ellas.
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