lunes, 2 de mayo de 2011

Texto Mandrílico Mayo

FELISA Y CARLOS

Querido Carlos: esta es la octava vez que te escribo, o la décima quizás, pues ya perdí la cuenta de las misivas que te he mandado. En todas ellas solicito tu perdón. Aunque no estoy segura de que me vayas a conceder semejante gracia.

Sé que no hice bien en seguir los pasos indicados por los demás en vez de los dictados por mi corazón. Siempre me arrepentiré de no haberme fugado contigo cuando las cosas se pusieron feas del todo. Por más que intento comprender tu sufrimiento nunca llegaré a traspasar el umbral del mismo. Todos en este pueblo dicen que se vive mejor sin ti, todos menos yo, evidentemente. Miguel se pavonea constantemente por las calles presumiendo de su victoria. El desconoce que sus comentarios, tanto en el casino como en la tasca, llegan con total veracidad a mis oídos. Mi dinero me está costando. Porque hasta para eso son peseteros los habitantes de estos lares. Cada vez me chantajean más, tanto Julia, la camarera de la tasca, como Raúl, su novio, que, como sabes, es el portero del casino. Dos seres de los más repugnantes de por aquí. Pero necesito saber de ti aun siendo por bocas llenas de avaricia.

Como ya te conté en mis anteriores cartas, mis padres, sobre todo la educada de mi madre, me llevaron a la casa de campo para que realmente creyeras que te había abandonado. Nunca consiguieron aceptar que una señorita como yo pudiera haber puesto los ojos en el hijo del herrero del pueblo. Allí me tenían vigilada por la familia de Benita, la vecina de tu abuela, con estrictas órdenes de no dejarme salir ni de día ni de noche hasta que todo se despejara, eso decía la pequeña Carmen. No culpo a ninguno de ellos por haberme tenido encerrada como a la reina Juana. ¡Cómo pensé en ella todos esos días! Recordando aquella obra de teatro que me llevaste a ver, ¿recuerdas? La de “La Reina Vaca”. Sí, así estuve yo, encerrada porque me tomaban por loca, loca de amor por ti.

Nadie quiso hablarme de lo acontecido contigo durante mi ausencia. Pero, como te comenté antes, el dinero lo puede todo. Y de otra cosa no sabrá esta familia pero en sobornos no hay matrícula de honor mayor que la de todos los que llevan mis apellidos. Yo también hice gala de este don. Necesitaba tanto saber de ti… Aunque siempre tuve que fingir no estar al tanto de todo, no puedo mentirte y decir que no llore ríos de lágrimas cuando supe todo el sufrimiento por el que te hicieron pasar a ti y a los tuyos.

Ayer fue el día de mi boda. No quiero que pienses que te lo cuento para crearte más dolor del que ya sentirás. Si dicen que tiene que ser el momento más feliz de nuestras vidas en mi caso dicen verdaderamente mal. Pero bueno, pocas cosas dicen bien de mí. Cómo he odiado el traje que me han obligado a llevar. Cuántas veces he deseado hacerlo añicos o quemarlo o regalarlo o cualquiera de las mil formas posibles que tenemos de deshacernos de los objetos que nos hacen sentir lo mas sucio de este mundo. También pensaba en qué bien me hubiera sentado con tu brazo agarrado del mío saliendo por las puertas del templo. Eso era lo único que me reconfortaba de mi disfraz, el saber que contigo sería un verdadero lucimiento.

Me sentí desfallecer desde el momento en que, vestida de blanco, vi entrar por las puertas de la casa de mis padres a Miguel con ese aire altanero que da el triunfo. No fui capaz de coger color ni mientras mi pobre prima Teresa paraba la comitiva por una razón u otra. Unas veces para que alguien me dijera lo guapa que iba, otras para darle la enhorabuena a él, y otras para aguantar los diversos chismorreos de todos nuestros vecinos. “Ya van el gallito y la paloma encarcelada” escuché decir a más de una. Sabía que habían compuesto una copla de todo nuestro sufrimiento pero nadie quiso decirme el título. Prefirieron que me enterara ese día tan señalado. Al entrar por la iglesia casi me desmayo. Ni siquiera los potingues que me hicieron tragar hicieron el efecto deseado en mi cuerpo. Cuando ya sólo nos encontramos delante del cura, mi padre, mi futuro esposo, su hermana mayor y yo, fijé la vista en el Cristo de detrás del altar. Todo enmudeció. Sentía que no me veían, que no los veía. Que no eran, que eras tú y todos los tuyos. Y a la hora de aceptar a mi cónyuge, de lo más hondo de mi ser dije: “Yo, Felisa, te acepto a ti, Carlos, por esposo”. Todo el templo era un rumor mezclado con risas. Escuché perfectamente a mi madre llamarme “zorra”. Volví mi vista de nuevo a Jesús en su cruz y pareció que me sonreía. Pensé que El sabe perfectamente lo que siento. Por algo dicen que estuvo enamorado de una mujer de esa calaña, que así lo expresarían todos estos. La cara del sacerdote era todo un cuadro. Me tuvo que repetir casi veinte veces el nombre de Miguel. Pero solo cuando la presión del brazo de mi padre se hizo irresistible mis labios consiguieron pronunciarlo.

No sé si tendré fuerzas para volver a escribirte. Cada día que pasa muero un poco más. Sobre todo sin saber si todo esto llegará a tus manos en la dirección que mis confidentes me han dado como tuya o es una treta más de este invento de vida que han creado para mí.

Sin más, se despide de ti la que nunca deseo ser tu Julieta sino tu Cleopatra para acabar siendo Elena de Troya. Pero ninguna de las tres llegará a amar como yo te amo.

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