GARDENIAS
La mejor costumbre que he cogido desde que llegué a Madrid es
salir a dar un paseo por el Retiro mientras Angelines, mi compañera de piso,
hace su turno de limpieza semanal. No tenemos mucho feeling, además la cosa se
está poniendo tensa últimamente porque lleva cuatro meses sin pagar la luz y
esta situación me está destrozando los bolsillos. Hoy necesitaba esta caminata
más que nunca. Llevo toda la semana mirando este inmenso parque desde el balcón
con la sensación de que escuchaba mi llamada de socorro.
Me he sentado en un banco y he releído por enésima vez el
mensaje que me envió mi padre anoche. Tengo la terrible necesidad de llamarlo,
pero luego acabamos hablando de cosas banales como el pueblo, o Murcia y su
capitalidad, que dejé atrás con la intención de triunfar en Madrid en el mundo
de la música. Además, seguro que la conversación acaba igual que siempre, con mi
madre arrebatándole el teléfono para acusarme del accidente de mi hermano.
Nunca aceptó su homosexualidad y, mucho menos, que yo le apoyará
constantemente. Nunca la contesto, ella no se merece ni eso siquiera. Sé que
actuando de este modo se enfurece más aún.
Sin Fermín a mi lado me siento vacía como nunca. Él era mucho
más que un hermano, el mejor amigo que he tenido. He perdido tanto el interés
en mí misma que ya ligo por inercia, algo que los tíos notan y pasan del tema
al cuarto polvo, eso si llegamos a esa cifra. Me da igual, estoy tan harta de
ellos como de fregar y limpiar por cuatro perras el tugurio mierdoso de mis
vecinos. Algo me dice que me pase por el garito de Malasaña donde actúan grupos
y solistas de boleros. Me produce tanta vergüenza como intriga y angustia. Sobre
todo, cuando me quedo como una boba en la puerta haciendo como que fumo simplemente
para escuchar la música que están interpretando dentro. Estoy segura de que yo
canto mil veces mejor que muchos de los que han pasado por allí. Todo es
cuestión de dejar de recogerme mi melena negra en un moño y echarle valor. Total,
si vine a Madrid por eso, pero es un sitio pequeño y no sé si podría aguantar
dentro demasiado tiempo. ¡No puede ser! Otro mensaje de mi padre diciéndome que
he de hablar con mi madre. Hasta que no sea ella la que me llame o escriba no
pienso hacerlo.
Entro en casa con el mismo malestar con el que salí. Al menos
Angelines me ha dicho que ha visto en internet que ya le habían pagado y tenía
el dinero de la luz. Se ofrece a invitarme a unas copas en el lugar que quiera
de Madrid. Está claro que iremos al “Gardenias”. A ver si yendo acompañada, y
después de unos pelotazos, me arranco y demuestro de una vez por todas lo que
valgo, porque yo lo valgo. Al menos eso piensan todos los que me han escuchado
cantar.
¡A BAILAR!
Lo de los besos le dio siempre mucho repelús. De pequeña odiaba
que le babosearan las mejillas, más aún si era algún familiar o vecino que
apenas conocía. Terminaba canteando la cara mientras su madre salía al paso
aludiendo que su hija era así de esquiva. Después, cuando llegaban a casa, le
reprochaba arguyendo haberla dejado en ridículo por enésima vez delante de su
prima, tío o allegado de turno. Ninguna de aquellas reprimendas hizo que
cambiara de actitud.
Aquel suplicio se acabó cuando llegó a la pubertad. Esta fue
una de las pocas cosas buenas que le sucedieron por aquel tiempo. Sus amigas
comenzaron a tontear con chicos un poco mayores. Estas la incitaban a perseguir
al Juan, Alfredo o Pepito de turno con la excusa de que tenía un tipazo, y esas
tetas seguro que los volvían locos de remate. ¿Cómo iba a defraudar a aquel
grupo de compañeras leales que se conocían desde la guardería? Accedió a
seguirle el rollo a Agustín, más por la insistencia de las demás que por deseo propio.
¡Qué suerte has tenido con él! ¡Es el chico que más bueno está del instituto! Tuvo
que soportar halagos de ese estilo durante el último trimestre del curso. Se
besaron y metieron mano con la intensidad de los que están descubriendo nuevas sensaciones.
La relación acabó con los exámenes de Junio, los ojos de Agustín fijos en el
culo de su amiga Sandra, y las manos en la entrepierna de Virginia.
Con aquella decepción a cuestas se fue a pasar el verano al
pueblo de sus abuelos. Salía poco, solo a hacer algún recado que le mandaba su
abuela o a pasar la mañana cuidando de los animales con el abuelo. Llegaron las
fiestas de la Virgen y el estar en casa durante la procesión, la verbena, y los
cohetes era hacer un feo a todos los del lugar. Lo de los cohetes y la verbena
genial, pero lo de las procesiones engalanada con aquellos atuendos era, para
su mente y cuerpo joven, de lo más surrealista. El segundo día de fiesta fue
con su vecino Jesús a la verbena. Este desapareció rápido pues andaba como loco
detrás de Francisca, una chica que había venido de Madrid ese verano. Estuvo
sola en el baile hasta que se pegó a ella Juani, la hermana de Francisca. Ambas
andaban tan solitarias y aburridas aquel verano que accedieron a dar un paseo
por las afueras, alejadas del jolgorio y los ruidos del pueblo.
Llegaron a unas piedras inmensas que había a poco más de un
kilómetro y se sentaron a contemplar el cielo. Sin saber por qué empezaron a
contarse cosas e intimidades que habían permanecido guardadas a cal y canto en
su interior. Aseguraron conocerse de otros veranos, pero no haberse hablado por
timidez. Rieron y soltaron alguna lágrima sumada a los improperios acerca de
algunos chavales que conocían y las pestes sobre algunas de las que decían
llamarse amigas. Se miraron ensalzando el silencio por encima del estruendo que
servía de telón de fondo y se besaron con fuerza y anhelo. No sintieron
remordimiento alguno, juntaron sus bocas una y otra vez como si nunca hubieran
besado antes, como si estos besos sirvieran de goma de borrar de todos los
anteriores. Tan ensimismadas estaban que no se percataron de la presencia de
Jesús y Francisca que las pillaron abrazadas y besuqueándose como dos viejos
amantes.
Jesús hizo público aquel descubrimiento, pasando de las amenazas
de dejarlo tirado que Francisca le repitió durante el camino de vuelta a la
verbena. Ella y Juani aparecieron en la fiesta agarradas de la mano, se
plantaron en medio del baile y se dieron un único y largo beso. Al día
siguiente los padres de Juani y toda su familia volvieron a Madrid sin
despedirse de nadie. Ella aguantó las miradas despectivas de sus vecinos
estivales, los buenos consejos de su abuela y el apoyo de su abuelo hasta
finales de Agosto.
Nunca más volvió a ver a Juani. Ahora comparte piso en Madrid,
por la zona del Retiro, adonde fue con la intención de triunfar en el mundo del
cine y la esperanza de ver la cara de Juani en alguno de los rostros
impersonales que se cruza cada mañana camino del trabajo. Esta noche ha
invitado a su compañera de piso a tomar unas copas en el “Gardenias” como parte
del perdón por el retraso en el pago de los últimos recibos de la luz. A cambio le ha pedido que suba al escenario a
cantar ese bolero que tanto tararea por casa porque la letra siempre le
recuerda a la chica que le dio su primer beso.
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