lunes, 12 de febrero de 2018

Texto Mandrílico Febrero 2018





EN PUNTO

Poco puedo recordar de lo acontecido entre el primer minuto y las y cinco. No puedo mencionar mucho porque en aquel tiempo tenía los ojos cerrados y solo me guiaba por el olfato. Lo que sigue produciendo en mí una grata sensación es el calorcito que sentía entre la mullida capa de pelo de mi madre y la amalgama de cuerpos que formábamos entre todos mis hermanos.

Sería poco más de las y ocho cuando la claridad comenzó a inundar tímidamente mis ojos. Hasta que mi alrededor se iluminó del todo pudieron haber pasado otros dos minutos, dejémoslo en tres. Entrar la luz y comenzar a crecer a toda prisa fue todo uno. Eso sí, aquí tuvo mucho que ver el alimento que me daba mi madre, por el que yo luchaba con todas mis pequeñas armas.

Saltos, cabriolas, carreras, ascensos textiles hasta el techo, primeras comidas sólidas, con sus correspondientes cagadas y meadas sin ningún tipo de reparo en dejarlas en un rincón, encima de otra tela distinta a la de las escaladas o allá donde me pillará el apretón, y, sobre todo, muchas, muchísimas persecuciones, revolcones, muerdos y chillidos. ¡Qué buen tiempo el transcurrido entre el primer cuarto y las y veinte!

A las y veintiuno sufrí mi primer desengaño. Dicen que ese es el más doloroso. He de reconocer que en aquel momento lo fue, pero ahora lo definiría como desolador. Era la primera vez que me sentía realmente sola. Pasé cuatro minutos largos llamando a gritos, de día y de noche, a mi madre y hermanos con la remota esperanza de volver a sentir ese calorcito que tan agradablemente ha quedado incrustado en mi memoria. A las y veinticinco dejé de gemir y chillar como una tonta, asumí que no iba a aparecer nadie de mi familia y empecé a sopesar las posibilidades de que tenía un nuevo hogar donde me habían trasladado sin consultarme lo más mínimo, por supuesto.

De las y veintiséis hasta las menos veinticinco reanudé mis carreras, saltos, sufrí mis primeros reproches que anularon mis escaladas, tanto textiles como de madera o hierro, y tuve mi primer lugar particular por derecho: un váter exclusivo. Un lujo solo al alcance de unos pocos. Llegaron mis primeras salidas, más nocturnas que diurnas, como mandan las reglas, y con ellas los escarceos de adolescente y las heridas que esta edad deja abiertas para siempre. Bueno, tampoco voy a negar que me divertí de lo lindo siendo el foco de atención de todos los machitos, y alguna hembrita, creo recordar, del barrio. Es lo que tiene la novedad, pero de eso me di cuenta más tarde.

A eso de las menos veinte me entró un calor, un no sé qué y un no sé cuánto por todo mi cuerpo que solo quería revolcarme por el suelo y gritar como una verdadera posesa. Llamaron a mi médico de cabecera que tuvo la brillante idea de recetarme encierro a cal y canto y aguantar el chaparrón sin paraguas, chubasquero o prenda impermeable que se precie. ¡Qué tres minutos más malos, por Dios! Eso no se lo deseo yo a nadie, porque eso es lo que es verdaderamente: desear y no poder complacerte. Ya te digo: ¡¡Malísimo!!
Minuto antes de menos cuarto estaba camino de la consulta del doctor. Hice el viaje en una ambulancia portátil con una única ventanilla a cuadros metálicos, sin cristales y con un bamboleo que ni las palmeras del parque en los días de viento. Al poco tiempo de llegar sentí el muerdo de una boca con un solo diente metálico y dormí como nunca antes, sobre todo porque creo que ni soñé. Lo curioso es que desde que volví a casa aquel minuto no he vuelto a sentir esos calores tan difíciles de mitigar. No creáis que no me sigo preguntando el porqué.

Entre las menos cuarto y las menos diez me di de bruces con esa vida que se conoce como normal. La misma que se caracteriza por seguir saliendo a casi las mismas horas, siempre que el tiempo lo permita, pasar de largo de mis posibles pretendientes del barrio, lo que me ha acarreado el apelativo de “presumida”, visitar mi aseo particular con mas frecuencia, sobre todo porque los calores corporales se han transformado en un hambre voraz, alguna carrera por la casa y echar cabezadas segundo sí, segundo no, en mi sillón preferido.

Fue llegando a las menos cinco cuando sentí los primeros achaques. La vista ya no era tan nítida, me dolían cada vez más las articulaciones, claro, ¿qué puedes esperar después de casi una hora a cuestas de carreras y saltos?, no había ser en este mundo que me pudiera tocar las tetas y, sobre todo, me costaba mucho respirar. Nueva llamada a mi doctor particular, nuevo viaje en ambulancia oscilante de ventanilla sin cristales y nueva mordedura de esa mierda de boca metálicamente unidentada que me sumió por enésima vez en un relax para nada onírico.

Me he despertado a las menos dos minutos acostada en mi sillón, cansada como nunca antes, más ciega que nunca, respirando como una locomotora vieja y con pequeños pinchazos en los pechos. Con la terapia de las caricias de Gabriel me voy quedando dormida poco a poco sintiendo cómo el destello del recuerdo del calorcito de mis primeros minutos se va transformando en frío aterrador mientras las agujas se acercan para abrazarse en las en punto.


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