AMOR DE EMERGENCIA
Soy un niño de esos que llaman “de la
Guerra”. Como si la Guerra fuera nuestra verdadera madre en vez de lo que
realmente es para nosotros: una madre que nos abandona sin el menor
remordimiento en el peor de los hospicios. Pasé de jugar con mis amigos en la
calle, en los parques, en los centros comerciales o en la escuela a refugiarme
durante días en casa de los únicos parientes que me quedan. Ahora todos esos
lugares se han convertido en nieblas de polvo, árboles con ramas de hormigón,
metal o escombros y en suelos donde se extiende una alfombra de papeles
quemados o esparcidos de manera desordenadamente burda.
Ayer nos colamos por una de las
ventanas de la ya vieja escuela con la intención de encontrar algún libro. Nos
daba igual que, como a nosotros, le faltarán páginas. Solo pretendíamos poder
leer algo que nos transportase fuera de aquí como exclusivamente los libros
saben hacer. Dimos con un par de tomos de la antigua enciclopedia del maestro
Hamid. Perdimos la noción del tiempo entre recuerdos, dibujos, risas y escritos
que daban forma a las entrañas de la escuela. Las mismas entrañas que se nos
encogieron cuando nuestra déspota madre Guerra nos volvió a llamar a voces de
mortero bajo la única lluvia que riega esta desértica tierra, las bombas
lanzadas desde los aviones o drones. Entramos tres niños y dos niñas, salimos
una niña y dos niños. Ya nunca nadie volverá a por los demás.
Hoy han venido a buscarnos para
sacarnos de la ciudad. No sabía que hubiera alguien interesado en mi salvación.
Parece ser que mis tíos, con los que convivo desde la muerte de mis padres y
hermana, pagaron a unos señores con ese propósito. Ellos se quedan aquí. Yo,
junto a mis dos primas y mi primo, mayor que todos nosotros, intentaremos
llegar a un sitio que llaman Grecia. Me suena de algo este lugar, puede que sea
de las pocas clases de Historia que pudo darnos el maestro Hamid. Todos
conseguimos salir a duras penas del país. En nuestro camino hemos atravesado
parajes tan maravillosos como crueles con nosotros y con todos los que formamos
esta columna humana. Sin dinero, maltrechos y flotando en unas aguas que jamás
imaginé que pudieran ser tan profundas y gélidas conseguimos pisar la playa del
antiguo país europeo.
Ya no soy un niño, ni de la Guerra ni
de nadie. Llevamos cinco años varados en este emplazamiento. Tantos sucesos me
han convertido en un hombre pese a mi corta edad. No creo en el amor de una
madre, de un padre o de unos primos. No creo en nada ni en nadie. He cambiado
mi cruelmente asignada madre Guerra por otra de alambradas, guardias, hambre,
frío, enfermedad, drogas y, sobre todo, olvido. Lo único en que coindicen estas
dos madres es en la forma que tienen de amarnos. Esta no es otra que dejarnos
vivir si logramos traspasar su salida de emergencia.
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