Susana está jugando con sus amigas a ver
quién hace los mejores trenzados con los juncos que hay tirados por el suelo de
la calle por donde pasará la procesión del Domingo de Ramos. Ella no es de las
destacadas en estas lides pero se le da bastante bien. De todas formas, lo
importante del juego está en escabullirse entre las piernas de los adultos y salir hasta la mitad de la
calle para así recoger la mayor cantidad de plantas acuáticas que se pueda.
Después tienes que esconderte rápidamente de tus padres para no recibir una
reprimenda. Saben perfectamente que ésta siempre será con la mirada. No hay que
montar una escena para que luego se hable durante todo el año en el pueblo de
la niña, o el niño, que aguó la salida de la burrina.
Ella, Laura y Petri ya han fabricado
cuatro cada una. Ahora se atarán dos a la cintura, siempre por debajo de
blusita blanca propia de las procesiones. Otro será un fabuloso collar verde
que desentona totalmente con la indumentaria que sus madres les han hecho
enfundarse para tan magna ocasión. El último lo llevarán siempre a mano, será
su respuesta a los azotes que, con toda seguridad, recibirán de los trenzados
fabricados por los niños del pueblo para tal fin.
De repente el jolgorio se convierte en
un silencio sepulcral roto tan solo por el redoble de tambores. A tan magnánimo
sonido se le une el sollozo elevado de las plegarias y el monótono canturreo de
temas evangélicos que recuerdan unos la terrible pasión sufrida en las carnes
del protagonista de esta Semana Sagrada mientras otros basan su letanía en
pedir perdón por ser pecadores. Todo embadurnado por una seriedad que alcanza
las mayores cuotas de terror ante los ojos de la niña cuando aparecen los
penitentes con sus cadenas, sus flagelaciones, coronas de espinos y cruces de
los más variados tamaños y formas.
El cuerpo de Susana comienza a sentir
espasmos mezcla de miedo y angustia. Se aferra con fuerza a los hombros de su
padre. Con su pequeña boca de seis años llegará a hacerle un pequeño moratón en
el lado izquierdo del cuello. Esto y más aguantará su ascendiente con tal de
que ella no monte en cólera y tenga que hacerla callar tapándole la boca como
años anteriores.
La pequeña abre sus ojos de repente despabilándose
entre sudores y escalofríos. Contempla una escena totalmente inusual e
incomprensible para su mente infantil. Hay un grupo de jóvenes con los cabellos
de punta teñidos de colores al otro de la calle, no son más de doce. Su hermana
mayor, Encarnación, está al frente de ellos. La cara de su madre es un relicario,
la de su padre abarca toda la furia de Cristo en su encuentro con los
mercaderes del Templo. Su abuela se agarra con fuerza al brazo del abuelo que
no puede reprimir una sonrisa. Susana se despierta completamente cuando escucha
por octava vez a la congregación muchachil desgañitarse al son del lema: “¡Procesiones
al ferial!”.
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