domingo, 3 de julio de 2011

Texto Mandrílico Pa Julio

El Hombre De Hierro

Qué extraño es eso a lo que muchos llaman destino. Tan solo por el simple hecho de que uno nazca a una orilla u otra del río de la vida te encontrarás navegando aferrado a un viejo tronco carcomido o dirigiendo el mejor de los barcos del mundo. La historia de mi existencia parte de la rivera pobre para acabar apegado durante gran parte de ella uno de los nacidos justo enfrente.

Llegué a aquella casa de hidalgos venidos a menos no por azar o necesidad, fue por la promesa que le hizo el amo de aquellas tierras a mi madre después de la muerte de mi padre. Este fue durante toda su vida el mejor de los criados de tan ilustre señor. Eso es lo que se esperaba de mí, que desde la temprana edad de ocho años asumiese el papel de siervo de aquel escudo.

Desde que puse el pie en mi nuevo hogar me concedieron el dudoso honor de ser esclavo, ayudante, mozo de armas e incluso encubridor del pequeño de los hijos de aquella familia, dueña tanto de hombres y mujeres como de las tierras de los contornos. Así fue como mi vida quedó adosada al que sería para todos los historiadores el gran Luis Miguel de Torresviejas.

A pesar de ser alrededor de dos años mayor que yo, nunca me sorprendió su suma delgadez, cosa a la que todo el mundo hacía referencia y que ponía en duda su futuro. Hasta el final de mis días a su lado siempre me fascinó su piel clara como la luna y su cabello del color del trigo en pleno verano. Durante muchos años creí que aquel aspecto era un regalo de Dios pues destacaba como la luz entre la tez morena de los que habitábamos aquellos alrededores.

Durante mis primeros años pensaba que el hecho de que me maltratara tanto verbal como físicamente formaba parte de mi aprendizaje. Por ser su sombra me encontraba a su lado recibiendo, sin querer, tanto lecciones de latín y aritmética como golpes de espadas de madera. Si a la pregunta de su tutor mi señor se quedaba en blanco o, más bien, era nula su idea acerca de lo que estaba siendo interrogado, por haberse dedicado al vino y no al papel la noche anterior, la culpa recaía sobre mí. Se me acusaba de haberle distraído en sus estudios con cuentos de princesas y mundos del más allá. Si esto no era suficientemente convincente, mostraba algún leve rasguño, por supuesto hecho por él mismo pocas horas antes, que le había llevado a terribles fiebres y del que yo era responsable. De estas lides es como mi cabeza y mis manos acabaron más de tres y cuatro veces sangrando o del color de los santos nazarenos. El siervo siempre calla, pero el silencio no evita el dolor.

A la edad de dieciocho años mandaron a mi amo a estudiar geografía y armas a la ilustre escuela de Segovia. Allá que me fui a vivir mi nueva etapa de criado. Con ese tiempo vivido ya no se es tan niño, y si lo sigues siendo alguien se encargará de hacértelo olvidar. Quién mejor para ello que aquel al que perteneces en cuerpo y alma.

Aunque más alto que yo, seguía siendo un muchacho huesudo pero fuerte. Los entrenamientos en el patio de nuestra antigua casa lo habían convertido en un joven arrogante. Su cara seguía reluciendo como el relámpago en las noches de tormenta pero de cuello para abajo su atractivo perdía intensidad.

No conocí mucho aquella ciudad durante los cinco años que viví en ella. Mis órdenes eran ver, oír y callar, claro que a esto hay que sumarle lavar, cocinar, barrer o servir de muñeco de paja en lucha desigual con uno de hierro. A su afición al vino se sumó la de las faldas. Si una era su ruina la otra acabó por ser mi desgracia. Muchas de aquellas muchachas que traspasaban el umbral de nuestro hogar dejaban caer algún que otro comentario sobre el buen mozo que tenía mi señor por sirviente. Halagos que me llenaban el corazón y disparaban mis más profundos deseos pero que, a solas con él, sólo servían para enfurecer su acero como práctica de sus clases de esgrima o daban con mis costillas en el patio si más que una roída manta para calentarme en las frías noches de la ciudad castellana.

Pronto se dio cuenta aquel al que servía de que si las mujeres le hacían caso no era más que por sus escasas riquezas o por sus invitaciones a ciertas cenas y licores. Durante el último año de nuestra estancia se corrió por la ciudad el lamentable rumor, para mi desventura, de que el caballero alto y rubio como el oro tenía por siervo a unos de los jóvenes más apuestos de la villa. Hasta entonces no me percaté de que, a pesar de ser como un palmo más bajo que mi señor, mi cuerpo era casi el doble de ancho que el suyo. Si sus clases de esgrima lo habían convertido en un hombre ágil y con los reflejos de un gato, ser su saco de prácticas durante tantos años habían hecho de mí un hombre rudo y fuerte como un buey.

Y como todo llega, y el río sigue corriendo sin parar, el sable que desgarró aquel cuerpo de esta sombra no fue otro que una de sus amantes. Si compartir placeres nunca está bien visto por los poderosos compartir amantes mucho menos. De esta manera fue como Santiaga empezó a anidar en mi corazón y a volar del suyo. Si cenaba con él, almorzaba conmigo, si compartía vino con él, aguardiente bebía a mi lado y si en la alcoba era de mi señor en la cocina nuestros cuerpos eran uno.

El descubrimiento de tan alta traición no se hizo esperar. Una tarde al volver de sus clases nos sorprendió en plena faena de amor encima de la mesa del comedor. Su voz nos deleitó con toda una lista de insultos. Pero lo peor llegó cuando desenvainó su espada con la intención de agujerear por siempre su muñeco de prácticas, entonces se encontró con un golpe de candelabro en sus sienes. Toda una vida entrenándose como un hombre para que una mano de mujer le rompa la cabeza...

Ni que decir tiene que huimos los dos con la mayor celeridad del mundo. Después de un largo deambular, escondidos como conejos, vinimos a parar a esta ciudad costera llamada Cádiz. Nos quedamos con el negocio de un viejo mesón situado en el puerto. Y hoy, después de casi ocho años de todo esto que les cuento, he vuelto a toparme con el que fuera mi amo y señor. Ahora no es un hombre de hierro, es un hombre y un caballo de hierro. Es el ilustre Luis Miguel de Torresviejas, elegido por nuestro rey para conquistar nuevas tierras y poner las riquezas de estas a sus pies.

Al pasar a mi lado tiró de las riendas de su pesada montura. Sentí cómo disparaba su mirada a través del casco de su armadura y me alcanzaba justo en la garganta. Pensé que me mataría en aquel mismo instante, pero las espuelas de sus botas hicieron ponerse en marcha a su metálica cabalgadura no sin antes despedirse con una reverencia de mi esposa. Él, sin duda, conquistará tierras pero yo gané, para siempre, la batalla del amor por Santiaga amor.


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